El fracaso económico de la Italia fascista

Liberticida ante todo, el régimen de Mussolini también fue víctima de la ilusión autárquica. Su balance resulta mucho menos halagador del que  pregona la actual alianza de las derechas italianas.

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Noviembre 2022 / 107
Benito Mussolini

"Mussolini hizo muchas cosas buenas”, afirmaba el ex primer ministro Silvio Berlusconi. Más recientemente, ha sido el dirigente de la Liga Norte, Mateo Salvini, quien hizo suyas las fórmulas y los puntos de vista del Duce. Berlusconi y Salvini, socios del partido neofascista Fratelli de Italia de Giorgia Meloni, estuvieron en el centro de las elecciones que tuvieron lugar el pasado 25 de septiembre. Es una alianza política muy a la derecha, llena de nostálgicos que atribuyen a Mussolini un balance halagador en el plano económico y social, justo un siglo después de su conquista del país.

 
Unos primeros pasos liberales
Benito Mussolini toma el poder el 30 de octubre de 1922, tras esa puesta en escena que había sido la marcha sobre Roma de sus camisas negras. Está entonces a la cabeza del Partido Nacional Fascista (PNF) que había fundado en noviembre de 1921 para poner orden en la amalgama nacional-populista de los Fasces1  y mostrar un rostro un poco más presentable ante los electores que el de esas bandas armadas que atacaban a las organizaciones obreras y campesinas. Un partido que él define así: “Nosotros, que somos liberales en economía, no lo seremos en política”. Y cumplirá su promesa aniquilando todas las libertades democráticas.
 
¿Y en la economía? Al principio muestra una vena liberal, como para dar las gracias al gran empresariado y su organización, Confindustria, por haberle apoyado y financiado para aplastar a la izquierda italiana. También se trata de demostrar a los medios financieros italianos y extranjeros que los fascistas, contrariamente a su fraseología anticapitalista anterior, quieren liberar a la empresa privada de todo yugo estatal. Todo lo que pervive del dirigismo económico de los tiempos de guerra es desmantelado. Entre 1922 y 1925, una serie de medidas fiscales, supuestamente tomadas para relanzar la inversión, favorecen a las empresas y a las grandes fortunas: supresión casi total del impuesto sobre los beneficios de guerra, de la sobretasa sobre los grandes ingresos, del impuesto sobre la herencia, exención del impuesto sobre los inmuebles edificados... 
 
Esos regalos a los ricos implican una disminución del gasto público. El historiador Rolf Petri subraya que el ministro de Finanzas, Alberto Stefani, fascista y liberal convencido, “enderezó las cuentas de la administración postal y ferroviaria aumentando las tarifas y reduciendo los efectivos. (…) Además, en 1923, se suprimieron 65.000 empleos públicos”. También se reduce el gasto militar, así como los gastos sociales, como demuestra la supresión de la subvención al pan. De ese modo, en 1925 y por primera vez desde la guerra, hay un equilibrio presupuestario. 
 
Pero la balanza exterior es estructuralmente deficitaria. Basta una mala cosecha en 1922 y 1924 para que el Gobierno se vea obligado a importar grandes cantidades de trigo pagadas en oro y divisas fuertes. Ello debilita la lira, encarece las importaciones y hace subir los precios.
 
Recortes para salvar la lira
Esta situación lleva al Duce a hacer de la batalla de la lira un tema prioritario, una cuestión de prestigio: ¡a nación fuerte, moneda fuerte! A comienzos de 1926, el Gobierno inicia la quota novanta, la cotización noventa, con el fin de estabilizar la lira al índice establecido por el propio Mussolini de 90 liras por 1 libra esterlina2 , cuando lo que procede es a 155. Ello impone una dura política deflacionista de reducción de la circulación de moneda y del consumo interior. El Gobierno toma una serie de medidas: retirada de la circulación de los billetes de 5, 10 y 25 liras, que se sustituyen por monedas cuando los que los poseen piden el cambio, lo que solamente ocurre en parte. A ello se añaden otras medidas autoritarias como la limitación de la importación de grano y la obligación de fabricar un tipo único de pan con un porcentaje de trigo del 85% como máximo, la obligación para la siderurgia de utilizar únicamente minerales nacionales, la reducción del número de páginas de los periódicos para economizar celulosa, la supresión de 95 subprefecturas, etc.
 
El Estado apoya el recorte del 10% en los salarios del sector textil y disminuye los de los funcionarios. A finales de julio de 1927, la cotización de la lira se estabiliza en 92,46 liras por una libra esterlina. Mussolini lo proclama con orgullo. Sin embargo, no se vanagloria del resultado económico y social: disminución de las exportaciones afectadas por una lira demasiado fuerte, retroceso de la producción, aumento del paro, que en un año pasa de 181.000 personas a 414.000.
 
La batalla por una lira fuerte supone guardar grandes reservas en oro o en divisas (libras o dólares) y reducir las salidas para mantener la moneda y, por lo tanto, limitar las compras al extranjero. De ahí la necesidad de fabricar productos italianos, lo que exige importantes inversiones públicas financiadas mediante los impuestos. Se inicia la caída hacia una política autárquica.
 
El paso a la autarquía
El sector alimentario es la primera gran cantera. La batalla del trigo, lanzada en 1925, adquiere todo su auge a golpes de propaganda y organización para arrastrar a los campesinos. Mussolini hace que le fotografíen y filmen mientras cosecha con el torso desnudo. La batalla se gana en 1931, fecha en la que se cubren al 100% las necesidades del país. Pero el precio del trigo italiano es superior al mundial, lo que aumenta el precio del pan. 
 
Paralelamente, el régimen se lanza a la batalla del agua para desecar y hacer cultivables grandes zonas pantanosas e instalar en ellas colonos procedentes del campo más pobre, con un resultado “inferior al prometido por la propaganda y que terminó por no corresponder al esfuerzo financiero realizado”, escribe el historiador Renzo De Felice.
 
La batalla afecta también a las obras públicas. No solo se trata de combatir un paro creciente, sino también de una operación de prestigio: comienzo de la electrificación de la red ferroviaria, construcción de nuevos túneles, desarrollo de una red viaria, fundamentalmente de grandes autostrade, las primeras autopistas de peaje de Europa, en torno a Milán… a pesar de que el país tenía, en 1926, menos de 200.000 automóviles. Y también operaciones de prestigio también mediante obras de restauración (Coliseo, foro de Trajano) y de urbanismo en Roma, para recordar al mundo la grandeza de Roma y de Italia.
 
La tendencia que lleva a la autarquía, proclamada a mediados de 1930, se ve acentuada por la crisis económica mundial que provoca una gran disminución del comercio internacional. El Estado se esfuerza en limitar sus efectos perversos actuando sobre las estructuras: creación del Instituto para la Reconstrucción Industrial (IRI) en 1933, concentración de las empresas y apoyo a las que pasan por dificultades, gracias a los ingresos proporcionados por el aumento de los impuestos y de los préstamos de los ciudadanos.
 
Pero la producción nacional no puede satisfacer las necesidades de la población, a lo que se une la escasez de las importaciones limitadas por los derechos de aduana y la demasiado alta cotización de la lira. Tras la guerra de Etiopía, las sanciones adoptadas por la Sociedad de las Naciones (antecedente de la ONU) aumentan las penurias y agravan aún más la austeridad mientras una parte creciente de los —escasos— recursos se desvían a la industria bélica.
 
Cuando Italia entra en la guerra, el Estado está endeudado, el nivel de vida de los obreros y campesinos ha bajado, el índice de paro ha seguido aumentando, las estructuras agrícolas del Sur no se han modernizado y la industria se concentra en unos pocos grandes grupos pilotados por el Estado. El milagro italiano de la posguerra, caracterizado por el dinamismo de un nuevo tejido industrial, debe muy poco a la herencia del fascismo.