1839-1842: el comerciante, el mandarín y el opio

Por un lado, tenemos a Lin Zexu, alto funcionario del Estado más poderoso del planeta. Por otro, a William Jardine, traficante de opio y lobista. El choque de los dos titanes tuvo lugar a mediados del siglo XIX. Aún hoy resuena su eco

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Mayo 2023 / 113
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Ilustración Perico Pastor

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Perico Pastor

Imaginemos un mandarín modélico, un alto funcionario chino incorruptible, y tendremos a Lin Zexu. Nacido en 1785 en Huguan (hoy Fuzhou, provincia de Fujian, en el sureste de China), este superdotado pasó holgadamente el concurso para acceder al alto funcionariado chino. Célebre por su virtud en un imperio gangrenado por la corrupción, el joven Lin goza de la total confianza del emperador Daoguang. 

Daoguang significa esplendor de la razón. Perteneciente a la octava dinastía de la familia manchú de los Qing, nacido en 1782, accedió al trono en 1821. Temerario en su juventud, el emperador adquirió prudencia con los años. La historiografía le suele presentar como pusilánime, pero los acontecimientos a los que tuvieron que hacer frente él y su consejero lo justificarían.  Se enfrentaron a unos diablos venidos del exterior en un contexto devastador, resumido por la sinóloga Julia Lovell  como “de estancamiento económico, agotamiento medioambiental, superpoblación y declive del Ejército”.

La historia comienza tranquilamente, con unos extranjeros de cara pálida que llegan de Europa a mendigar un poco de comercio con China. Hay que recordar que China fue, del siglo VIII al XVIII, la mayor potencia del mundo. Durante ese periodo, cerca de un tercio de la humanidad estuvo sometida a la autoridad de su emperador y allí se concibieron la mayoría de las tecnologías decisivas de la modernidad, desde la pólvora al acero, pasando por el papel y el billete de banco. Europa llevó a cabo su expansión por los mares del globo obsesionada con la idea de llegar a China para comprar té, sedas, porcelanas, etc.

En 1759, China formaliza el comercio exterior. Los comerciantes de ultramar deben plegarse a sus reglas y pagar tributo al emperador para poder comerciar con los mayoristas chinos que tienen el monopolio del comercio con los europeos. Este comercio solo se puede llevar a cabo en el puerto de Guangzhou, que los ingleses, entonces reyes de los mares y principales beneficiarios de ese comercio, pronuncian Cantón. 
El problema es que China produce casi todo lo que necesita. Acepta únicamente algunos bienes de lujo y, sobre todo, plata para acuñar su moneda. Y la plata viene de las colonias españolas de América Latina. La mina de Potosí, en la actual Bolivia, proporciona ba, junto con algunas minas mexicanas, el 80% de la plata en circulación. La plata, que los ingleses adquieren mediante el comercio, en especial de las telas indias desde finales del siglo XVIII, sirve para pagar el té, producto de gran consumo en Inglaterra, cuya demanda no deja de crecer.

Cuando Napoleón invade España, en 1808, las colonias españolas del Nuevo Mundo lo aprovechan para entablar guerras de independencia. La circulación de la plata para de golpe. Los ingleses deben acudir a otra moneda. Será el opio. El control que ejercen sobre sus colonias de las Indias les permite producirlo en abundancia, con el único fin de saldar su balanza comercial con China. En China y en Reino Unido, la idea que se tiene del opio es muy dispar. Tanto se considera un medicamento como una droga, una sustancia que puede estimular como atontar, pero, en cualquier caso, poderosamente adictiva. De unas cuantas cajas de 70 kilos de opio procedentes de India a finales del siglo XVIII, los ingleses llegan a exportar a China más de 40.000 cajas anuales poco antes de 1840. Millones de chinos caen en el sopor provocado por el opio y el secular flujo de dinero cambia de sentido: de Asia hacia Europa.

Contrabando lucrativo

No es un comercio fácil. En 1833, los partidarios del libre comercio ponen fin al monopolio comercial que ejerce en Oriente la británica Compañía de las Indias Orientales. A partir de entonces, esta cultiva la adormidera, refina el producto y lo embala, pero delega su tráfico en los aventureros.  La navegación entre India y China va acompañada de altercados con los piratas y de duras negociaciones con unos funcionarios chinos seducidos por las mordidas. Los decretos del emperador prohíben la importación de opio, lo que hace que su contrabando sea tan peligroso como lucrativo. Huelga decir que el escocés William Jardine, cirujano convertido en traficante, quien con su socio James Matheson es con mucho el comerciante de opio más rico de los mares de China, no es un bendito. 

Hasta entonces, el emperador ha tenido que ocuparse de cosas más importantes. Amenazas de invasión de las estepas, control de las rebeliones campesinas, etc. Los Qing se consideran una potencia terrestre y desprecian todo lo que procede del mar. Pero la arrogancia de esos comerciantes extranjeros y la sangría monetaria resultante de la compra de opio terminan siendo insoportables. A finales de 1838, el emperador consulta a sus consejeros sobre lo que conviene hacer. Y nombra a Lin Zexu, que ha mantenido la actitud más inflexible, gobernador general de Hunan y de Hebei. Su misión: limpiar Cantón.

Como sus pares —y como el emperador—, Lin Zexu no sabe nada de los europeos. Sus adversarios no están en mejor situación. Entre ambas partes reina la incomprensión, por no decir el desprecio. Matheson define a los chinos como “un pueblo caracterizado por su magnífico grado de imbecilidad, de avaricia, de suficiencia y de obstinación”.

Nada más llegar a Cantón, Lin Zexu envía una carta a la emperatriz Victoria para recriminar con dureza su falta de moral al dejar que sus súbditos envenenen a los chinos. Ordena a los cohong (comerciantes chinos) y a los ingleses que entreguen todo el opio que tienen en su poder. Los primeros lo hacen diligentemente, los segundos rezongan. Cuando ve que el viento no sopla a su favor, Jardine pone rumbo a Inglaterra para defender sus intereses. En su ausencia, Matheson se ve obligado a entregar el opio a las autoridades chinas. Lin Zexu se da el gusto de quemarlo de inmediato junto con el resto de los stocks confiscados.

En Londres, Jardine se convierte en lobista. Utiliza su dinero para hacer cambiar de parecer a la opinión pública y a los parlamentarios, que, al principio, dudan en abrir otro frente cuando Reino Unido está ya implicado en media docena de conflictos. Jardine moviliza la fibra patriótica y acaba convenciéndoles de que merece la pena. Dicta un plan de guerra: bombardear y ocupar las ciudades costeras con unos miles de hombres. A los pesimistas les preocupa el poco respeto que muestra hacia el Ejército chino, que es, de lejos, el número uno mundial en cuanto a efectivos.

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Historia opio

Los belicistas ganan. Su motivación es comprensible. Desde 1750, Reino Unido había visto como aumentaba su déficit comercial con China, en un momento en que los británicos consumían cada vez más cantidad de té. Entre 1752 y 1800, 26,5 millones de libras habían volado hacia China. Pero el opio había permitido cambiar la dirección del flujo. Entre 1808 y 1856, 384 millones de libras salen de China hacia Inglaterra. El Gobierno británico tiene doble interés en mantener ese comercio triangular: el opio paga un impuesto a su salida de Bengala, y el té, a su llegada a Inglaterra. Esos ingresos financian una parte sustancial del gasto de la Royal Navy, cuyo celo garantiza que nada perturbe la circulación de las mercancías.

Reescribir la historia

Jardine regresa a China como conquistador al frente de una pequeña flota a la que apoya el Nemesis, el primer acorazado con casco de acero y propulsión de vapor. La artillería británica funciona excelentemente y reduce a escombros los fuertes costeros que protegen los puertos en torno a Cantón. Mal equipado y, sobre todo, mal capitaneado, el ejército chino sufre derrota tras derrota en los combates de infantería. El plan de Jardine funciona a las mil maravillas.

Incapaz de frenar el desastre que ha provocado por su intransigencia, Lin Zexu es despedido. Sus sucesores intentan disimular su desesperación ante el emperador y proclaman unas victorias imaginarias en las cartas que dirigen a Daogouang. Ello lleva a este a impedir cualquier solución diplomática: puesto que le dicen que sus tropas están ganando, hay que continuar expulsando a los ingleses al mar. 

Tras tres años de combates, la victoria ya incontestable de los británicos conduce al Tratado de Nankin por el que, en 1842, se les abren los mejores puertos chinos. Este lugar estratégico, que les ha servido de base durante la guerra, permite controlar el comercio hacia Cantón.
El fácil triunfo de las tropas de Su Majestad durante la primera guerra del Opio, atrae a otras potencias. En 1856, los estadounidenses y los franceses, a los que se les unen los británicos y los rusos, atacan China para poner fin a su proteccionismo. Las humillantes derrotas sufridas por el Imperio chino le obligan a firmar en 1860 el Tratado de Whampoa, por el que se reduce prácticamente a cero su control sobre el comercio exterior. 

Lin Zexu, rehabilitado en 1845, es nombrado gobernador general de provincias periféricas. Muere en 1850, el mismo año que el emperador Daoguang. En esos años se está cristalizando un patriotismo antimanchú. Los chinos acusan a la dinastía de haber malvendido China a los extranjeros. Se suceden una serie de guerras civiles, entre ellas la rebelión Taiping (1850-1864), que causa 30 millones de muertos. Japón humilla a China en 1895 y la ocupa a partir de 1934. El Imperio da paso a la República en 1912 y esta cae ante los comunistas de Mao Zedong en 1949.

Hoy, China reescribe su historia. El inflexible Lin Zexu, que se atrevió a enfrentarse a los británicos, se ha convertido en un héroe nacional. Los “tratados humillantes” y la “política de las cañoneras” forman parte de los planes de estudio en las escuelas. Nunca más, reitera el Partido. Esos relatos avivan el nacionalismo y alimentan la voluntad de construir un Ejército fuerte. 

William Jardine, que llegó a ser uno de los hombres más ricos e influyentes de su tiempo, muere de cáncer de colon en 1843. La empresa que cofundó sigue existiendo. La Jardine Matheson Holding Limited, o Jardines, prospera desde su base en Hong Kong, multiplicando sus inversiones transnacionales en banca, seguros y toda clase de industrias. En 1984, anticipándose a la retrocesión de Hong Kong a China en 1997, el conglomerado empresarial se domicilia en Bahamas. Jardine sigue estando controlada por los Keswick, descendientes directos de Jean, la hermana de William Jardine.
Esta familia, que sirvió de modelo al novelista James Clavell para sus obras Tai-Pan y La casa noble, es el arquetipo de las nuevas dinastías, las reinas de la globalización, las que parecen haber logrado que las viejas potencias militares, como las de los Qing, caigan en el olvido. Por el momento…