1700 La revolución agrícola europea

Tener una agricultura productiva es un requisito previo para el desarrollo económico de las naciones. Los cambios ocurridos en Europa a través de la historia aportan claves muy valiosas para avanzar hacia ese objetivo.

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Junio 2022 / 103
Revolución agraria

Ilustración
Lola Fernández

¿Qué relación hay entre revolución agrícola y desarrollo? Para responder a esta pregunta viene bien observar el campo europeo de principios del siglo XVIII. Los cambios no fueron revolucionarios por su rapidez. Más bien parecen lentos, dubitativos y se extendieron durante cuatro siglos, entre el XV y el XIX, con dos periodos de aceleración alrededor de 1700 y 1850. 

Una agricultura más productiva y más vinculada al intercambio solo se desarrolla junto con el  crecimiento de los mercados, sobre todo urbanos. Es en el de Flandes, más urbanizado y con industria, donde se colocaron las bases de una agricultura más productiva a partir del siglo XV gracias a la reducción del barbecho. La rotación tradicional en trienios —dejar descansar una tierra durante 15 meses y luego a medio barbecho durante otros 8 meses; o sea: ¡dos tercios del tiempo!— desapareció poco a poco, reemplazado por el prado artificial y los cultivos de forraje de ciclo corto, como el nabo, entre cereales de invierno y de primavera.

En los siglos XVI y XVII se llevan a cabo experiencias similares en la llanura padana, en Italia, y en la Garona (Francia), pero también en Inglaterra, en torno al maíz. 

En el siglo XVII, siempre en Inglaterra pero también en el valle del Rin y en el del Ebro, se plantan legumbres forrajeras en alternancia con los cereales. Estas nuevas prácticas, especialmente con el trébol y la alfalfa, aceleran la fijación de nitrógeno en el subsuelo. Y la plantación de patatas se hace común a partir de 1770.

Así se consolida una agricultura que permite alimentar mejor al ganado, que deviene más numeroso y genera más estiércol, lo que, a su vez, dispara el rendimiento de cereales por hectárea: la rotación sin barbecho de tipo trébol-trigo-nabo forrajero o cebada permitió duplicar tanto las producciones vegetales como las animales.

En torno a 1750, las áreas de especialización y modernidad se extienden desde el condado de Norfolk, en el este de Inglaterra, a Ile-de-France  y la Renania, en Alemania. Sin embargo, fue en Inglaterra donde las nuevas prácticas se generalizaron, en el siglo XVIII.

¿Puede hablarse, por tanto, de una revolución agrícola inglesa a gran escala y, en caso afirmativo, en qué momento empezó? El debate suele relacionarse con los efectos sobre la revolución industrial. La tesis del historiador Mark Overton, retomada por Jean-Michel Chevet, aporta argumentos convincentes. Overton subraya que entre los años 1250 y 1700 la población inglesa no consiguió superar los 5,5 millones de personas y que en ese periodo los rendimientos de cereales estuvieron estancados. En cambio, Inglaterra contaba ya con 8,7 millones de habitantes en 1800 y con 30,5 millones en 1900, mientras que los rendimientos agrícolas se multiplicaron por dos en 1850, con una mano de obra en rápida disminución.

 

Se duplica la productividad de la tierra 

Los datos muestran que la productividad de la tierra se duplicó entre 1700 y 1850, con una importancia decisiva de la rotación de productos y del trébol, cuya introducción “representa, de lejos, el cambio más importante”, subraya Overton.

En este mismo momento, la productividad del trabajo también se multiplica por dos. Las causas son múltiples y van desde la mejora de los conocimientos al uso de herramientas más adecuadas, pasando por un mayor empleo de tracción animal, lo que recuerda la importancia de la combinación entre cultivos y ganadería.

Además, “los recintos vallados aceleraron los procesos de forma espectacular”, explica Overton, puesto que facilitaron los cultivos de forraje y la cría. ¿Llevará ello a una proletarización creciente de los pequeños campesinos, privados de tierras por la concentración y desaparición de los espacios comunitarios? Chevet lo niega. Para él, en contraposición al análisis de Karl Marx, que veía en los recintos cerrados la constitución de un “ejército industrial de reserva” necesario para la industria naciente, esta proletarización “es más el resultado del crecimiento de la población que de una disminución del empleo ocasionado por un alza de la productividad y la concentración de las explotaciones”.

Todo ello nos lleva a la relación entre revolución agrícola e industrial. Muchos han tomado posición a partir de lo que escribió Paul Bairoch en El tercer mundo en la encrucijada en 1971: “La agricultura no solo liberó los recursos y obreros necesarios para la enorme aventura que fue la Revolución Industrial, llevó a la revolución demográfica y suscitó el nacimiento de las industrias textiles y siderúrgicas modernas, sino que aportó en las primeras fases una fracción dominante de los capitales y los emprendedores que fueron motores de esta revolución”.

No obstante, del estudio de la revolución agrícola e industrial inglesas parece que esta última no encontró tanto la mano de obra entre los campesinos como en el crecimiento demográfico. De hecho, los industriales aceleraron la mecanización ante la falta de mano de obra procedente del campo. Será solo después del despegue cuando la industria atraerá mano de obra rural. La constatación es similar del lado de la financiación de la industria naciente: esta no se debe demasiado a la “acumulación primitiva de capital” en la agricultura. Las transferencias se hicieron más bien en sentido contrario: “Muchos beneficios industriales o protoindustriales se destinaron a comprar castillos, dominios y tierras: el prestigio social lo exigía”, sostiene Patrick Verley.  

En pleno boom industrial, los recintos cerrados, las mejoras técnicas y otros gastos en la agricultura representaron, en Reino Unido, del 30% al 37% de las inversiones totales durante los periodos 1761-1770 y 1791-1800. En cuanto a los agricultores ricos que se lanzaron a la industria en Lancashire, fueron una excepción. 

Del lado de la demanda, parece que la agricultura no estimuló apenas la industria siderúrgica, que fue posterior. Para Verley, fue la industria rural preindustrial, más que una agricultura más productiva, la que habría aportado mayoritariamente la mano de obra, los emprendedores y una parte del capital necesarios para el auge industrial.

Bairoch no se equivoca, sin embargo, al observar en un mundo rural más próspero un mercado interior estimulante para una industria como la del textil, incluso si los mercados exteriores desempeñan un papel importante en su auge. Lo que es innegable es que en los siglos XVIII y XIX solo una agricultura más productiva fue capaz de alimentar a una población en pleno crecimiento: una agricultura próspera y con mejoras en la productividad son necesarias para asegurar el desarrollo.