Vuelve la economía de pueblo

El repliegue de la globalización resucita la política industrial como un conjunto de medidas encaminadas a influir en la gestión de las empresas, incluida la creación de compañías públicas

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Noviembre 2023 / 118
Chimenea y humo

Ilustración
Perico Pastor

Una reciente noticia celebra el interés de la inversión extranjera por las empresas españolas. Una mirada a los datos confirma ese interés: los fondos de inversión tienen mayoría en Naturgy y CELSA y participaciones significativas en Iberdrola y Telefónica, sin hablar de la totalidad de la antigua CEPSA. La noticia deja, sin embargo, un sabor agridulce, porque esta vez no se trata de socios industriales, sino de fondos de inversión. Son dos animales muy distintos: el socio industrial, el empresario, tiene como objetivo la prosperidad de la empresa, y si es industrial de verdad, sabe que esa prosperidad es el fruto de un largo período de trabajo. El inversor financiero, por su parte, tiene como único objetivo el rendimiento de su inversión, bien por el dividendo, bien por la plusvalía, normalmente lo antes posible. Unos y otros chocarán, a menudo, si están en la misma empresa, y la gestión se verá afectada. 

En general, el inversor financiero, sea fondo de inversión o private equity, es aceptado por el empresario como un mal necesario del que tratará de prescindir en cuanto pueda. Porque, ¿quién no recuerda la década de los felices ochenta, cuando una empresa de tarjetas de felicitación comprada por 80 millones de dólares (de los que 79 fueron financiados) fue vendida al cabo de un año por 290 millones? ¿De la oleada de compras apalancadas, financiadas mediante la emisión de bonos basura, que enriquecieron a sus compradores y dejaron tras de sí una estela de empresas en la ruina? ¿Del as de los bonos basura, Michael Milken, que terminó en la cárcel en 1990?

Los cambios en la escena mundial anuncian un repliegue en la globalización: la fragilidad de las cadenas de suministro, el encarecimiento del transporte resultado del encarecimiento de la energía y los riesgos políticos parecen llevarnos hacia un mundo más local, y a unos gobiernos estatales más atentos a proteger a sus empresas. Volvemos a hablar de lo que un reciente informe de The Economist llama Homeland Economics que podemos traducir por “Economía de pueblo”, por no llamarla “patriótica”. Es la vieja política industrial con otro nombre: aquel conjunto de medidas económicas y legislativas destinadas a influir en la gestión de las empresas, con la creación de compañías públicas como instrumento más radical. En España se habló mucho de ella durante la década de 1980, escenario de la gran operación industrial de la transición, el saneamiento y posterior desmantelamiento del grupo industrial del Instituto Nacional de Industria (INI). El término adquirió un significado peyorativo con el primer Gobierno del Partido Popular para caer luego en desuso.

Críticas a las ayudas

Un fondo común: el dogma de que el mercado asigna mejor los recursos que el Estado (un dogma que no puede ser falsificado sin especificar de qué mercado y de qué recursos se trata, y qué se entiende por “mejor”) y dos direcciones: la política industrial dirigida a las empresas y la gestión de las empresas públicas.

Las críticas sobre el efecto de las ayudas a empresas son bien conocidas: unas ayudas son superfluas (la empresa actuaría como se desea, aunque no recibiera ayudas), otras inútiles (la empresa no responde a la ayuda de la forma deseada), todas hurtan la empresa al veredicto riguroso del mercado. Son críticas en muchos casos acertadas, pero no son intrínsecas a las ayudas. De ellas solo cabe concluir que el diseño de las ayudas es difícil, porque ha de partir de un buen conocimiento de las posibilidades de cada empresa, lo que hace dudar de la eficacia de medidas de alcance general, y porque el rendimiento de cuentas por parte de quien recibe la ayuda ha de ser estricto. 

No menos conocidas son las críticas a la gestión de la empresa pública: aquellos que creen que el buen salvaje rousseauniano se corrompe en cuanto cruza el umbral del sector público atribuyen a la gestión de la empresa pública los vicios de ineficiencia, amiguismo y corrupción, sin que se haya demostrado que esos vicios estén mucho menos extendidos en la empresa privada.

Un malentendido

De todas, la crítica más interesante es aquella que afirma que la política industrial puede ser empleada para imponer “otros objetivos” a la empresa receptora de ayudas, y a la empresa pública en general. Es una crítica, en apariencia, demoledora, sobre todo porque suele ser cierta.

Preguntémonos, sin embargo, ¿cuál es el objetivo al que se oponen esos “otros”? Es, naturalmente, la maximización del rendimiento para el accionista de la empresa, dogma enunciado por Milton Friedman como única finalidad de la actividad empresarial. En realidad, ese dogma contiene la esencia de las críticas a la política industrial: que distrae a la empresa de la persecución exclusiva del máximo beneficio: “Los objetivos sociales interfieren con los industriales”, dice M. R. Strain. Sin embargo, la opinión de Friedman, por extendida que esté, no es una ley de la naturaleza: otros, como el historiador socialista inglés R. H. Tawney, han defendido que el accionista tiene derecho a una remuneración correcta del capital aportado, pero no a intervenir en la gestión de la empresa. Esta, como toda organización en el seno de una sociedad, tiene una responsabilidad social, superior a la responsabilidad frente al accionista, que es la de velar por el bienestar de quienes participan en ella.

Un ejemplo: durante los primeros años de la transición, el INI fue instado por el Gobierno a hacerse cargo de las empresas que la competencia exterior y la debilidad de la demanda interna habían puesto en una situación crítica. La alternativa, que implicaba despidos masivos, habría resultado socialmente insoportable, poniendo en riesgo la transición política. Así, las cuantiosas pérdidas de INI quedaron compensadas por su contribución al logro de un bien superior, la paz social.

Lecciones

Esta es la justificación de toda política industrial: orientar la actividad empresarial hacia el bien común. Una buena política industrial choca con muchos obstáculos, técnicos y políticos. Los técnicos deben ser abordados con grandes dosis de modestia, porque más que de crear campeones nacionales se trata de ayudar a aquellas empresas que puedan ser viables y de buscar una salida para las que no lo son. Esta fue la estrategia definida por el penúltimo presidente del INI, Jordi Mercader. Los obstáculos políticos son los peores, pues la política industrial es necesariamente percibida como discriminatoria, porque dar un poco a todos es tirar el dinero. Por eso, si bien no hay que renunciar a la política industrial —nadie no hace, aunque no la llamen así—, hay que recordar que una buena política industrial es aquella de la que nadie habla.