La precarización de Occidente

El gran peligro que amenaza nuestras sociedades no tiene que ver con choques culturales, sino con una desigualdad desbocada. ¿Pueden ser viables modelos que dan la espalda a la mayoría?

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Septiembre 2023 / 116
Ilustración Pedro Strukelj monumento occidente

Ilustración
Pedro Strukelj

La acumulación sin límite es uno de los mayores problemas a los que se enfrentan nuestras sociedades. En El Capital, Karl Marx sintetiza el sentido religioso de la acumulación capitalista:  "¡Acumulad, acumulad! (He ahí a Moisés y los profetas)". Cuando escribió estas palabras, seguro queMarx no pensaba que más de 150 años después mantendrían ese halo mesiánico. Si algo está rompiendo Occidente es su profunda injusticia social y la gran brecha que separa a ricos y pobres —y no supuestos choques hungtintonianos de culturas—, fruto de la acumulación sin freno y la creciente precarización de la sociedad.

Recientemente, he publicado un ensayo, Tu precariedad, y cada día la de más gente (Apostroph, 2023), en el que trazo un mapa de los malestares sociales y económicos que inundan nuestra realidad. En las siguientes líneas, partiendo de ideas expuestas en el ensayo, reflexiono sobre la precarización, la desigualdad y la falta de bienestar social.

Arriba y abajo

Con los ajustes neoliberales y la imposición de una visión economicista cortoplacista desde la década de 1980, la desigualdad ha crecido en todo el planeta. Esto ha provocado una brecha social cada vez mayor, y esta no solo es perjudicial porque afecta negativamente a la democracia y la justicia social, sino porque las economías crecen menos. 

Resulta paradójico que un modelo basado en el crecimiento a toda costa consiga, con ese "a toda costa", frenar su propio crecimiento. Esto debería ser un toque de atención para los países occidentales que llevan décadas postergando grandes reformas sociales y dejando más libertad al mercado, a la evasión de capitales y a la especulación financiera, lo que ha llevado al aumento del Índice de Gini, el indicador que mide la desigualdad. 

¿Es posible mantener una sociedad cohesionada con esperanzas de futuro cuando se ha dejado de pensar en el mañana y se vive con la mirada puesta en los beneficios económicos y la rentabilidad a corto plazo? 

La desigualdad resulta en grandes disparidades de acceso al crédito y a la compra de activos. También dificulta la compra de vivienda, uno de los factores que explican la burbuja de los precios del alquiler junto con la mala gestión de los Gobiernos frente a los especuladores. Además, las desigualdades de renta y la dificultad de los trabajadores para acceder al crédito hacen imposible invertir en un negocio y/o en educación —más allá de la obligatoria—, lo que agrava la desigualdad. Las actuales dinámicas estructurales impiden el progreso de toda la ciudadanía.

Estos factores aumentan la frustración y la apatía entre la clase trabajadora, porque sabe que se le impide participar en la sociedad y llevar a cabo sus proyectos vitales. La mayoría de la población se da cuenta de que se le impide el desarrollo de sus capacidades. La economía también se ve frustrada, no solo con una demanda más débil y volátil, sino con menor dinamismo y crecimiento.

Los efectos de la desigualdad son aún mucho peores. El Informe social mundial de la ONU muestra que cuando los países atraviesan contextos de gran desigualdad, entran en una fase de egoísmo o separatismo social. Los ricos empiezan a cuestionar los servicios públicos, como la educación y la sanidad, y con su dinero financian entidades y servicios privados de mejor calidad, lo que cuestiona las bases del estado de bienestar.

Los servicios públicos se han visto recortados, y su calidad y prestaciones han empeorado en muchos países. Esta falta de voluntad igualitarista por parte de los más ricos hace tambalear los discursos políticos que viran hacia el egoísmo fiscal y dificulta todavía más el acceso de las clases trabajadoras a una buena atención sanitaria, una educación de calidad y el conjunto de los servicios públicos.

Pacto social en peligro

¿Realmente funciona aún la metáfora del ascensor social como una forma de poder ganar bienestar? Este discurso está desacreditado porque amplias capas de la población constatan que ya no va, por mucho que en algún momento del pasado reciente sí lo hiciera. Las sociedades perciben más barreras para moverse hacia arriba, es decir: para incrementar su bienestar- que hacia abajo, que es mucho más fácil. Eso crea tensiones sociales y amenaza con romper el pacto social que rige nuestras democracias.

En su artículo Meritocracy as Plutocracy: The Marketising of ‘Equality’ Under Neoliberalism (La mercantilización de la igualdad bajo el neoliberalismo), Jo Littler señala que las sociedades más desiguales tienden a tener menos movilidad social entre generaciones. Algunos investigadores se han referido a esta falta de movilidad como la curva Gran Gatsby, en honor a la novela en la que F. Scott Fitzgerald muestra la vida de la élite de EE UU en la década de 1920, élite a la que Thorstein Veblen llamó "clase ociosa".

Esta curva indica que en nuestras sociedades importa más la fortuna y los recursos de los padres —es decir, los heredados— para poder tener bienestar que la acción del Estado o de nuestros esfuerzos y empleo, sobre todo en contextos de mayor desigualdad. Cuanto más grande es la desigualdad de un país, menos oportunidades encontramos de prosperar y más desigualdad se generará para las siguientes generaciones.

También la democracia se ve mermada. En las sociedades más desiguales, las élites políticas, económicas y sociales tienen un entorno que controlar y tratan de favorecer sus intereses presionando a los políticos y creando un escudo que proteja a sus hijos de caer en la escala social. Estas élites instrumentalizan el Estado para sus propios fines e intereses.

Tendemos a pensar que, en un contexto de precarización y desigualdad creciente, el discurso en contra de estas injusticias económicas debería ser la principal política del país, pero esto no suele suceder. Cuando las élites que controlan un país lo hacen en favor de sus intereses y sin apenas contrapesos: presionan para reducir sus aportaciones tributarias, quitar impuestos progresivos y llegan, incluso, a promover campañas de comunicación e influir en los grandes medios para modificar el sentimiento generalizado a favor de la redistribución y ponerlo en cuestión.

Cuando el bienestar se ve reducido, la ciudadanía con posibles también mengua, así como su capacidad de presión. Además, crece el separatismo social de los exitosos, que buscan dejar de pagar los servicios públicos, justificando que no los usan. Se produce un efecto en el que las capas bajas y medias, que sienten que el sistema beneficia de forma descarada e injusta a los ricos, se frustran y se desaniman políticamente, ejerciendo todavía menos presión en la creación y ampliación de políticas que promuevan la justicia social. Es un círculo pernicioso que acaba por enriquecer a unos pocos en detrimento de todo el país.

¿Son viables a largo plazo las sociedades que viven de espaldas a las necesidades de la mayoría de la ciudadanía? ¿Es posible construir un futuro común en una sociedad dividida en dos? Nos adentramos en un futuro incierto y turbulento.