Autoritarismo sin freno: una perspectiva psicosocial

Las emergencias que nos angustian nos conducen a premiar a quienes ofrecen soluciones fáciles y prepotentes

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Julio 2024 / 126
Ilustración Pedro Strukelj

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Pedro Strukelj

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El crecimiento del autoritarismo en el mundo ya es un hecho. Y no se trata de una cuestión coyuntural, sino de una alarmante tendencia contrastada. El autoritarismo menoscaba la democracia en general, pero tiene también un impacto directo en nuestro entorno, ya que nuestras organizaciones siguen el mismo modelo, con frecuencia de forma inconsciente y,  de este modo, disminuye la emergencia de movimientos sociales, la implantación de políticas de igualdad y el fortalecimiento de la economía social.

Desde hace aproximadamente una década, el número de países que se dirigen hacia el autoritarismo supera el número de países en fase de democratización, según los datos de la organización europea IDEA. Se trata de una situación inédita desde el inicio de esta institución, en la década de 1970. La puntuación de International IDEA registra 98 democracias, la cifra más baja desde hace siete años.

Por otra parte, un reciente estudio de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia, apunta a que el 71% de la humanidad vive actualmente en regímenes autocráticos, mientras que en 2014 ese porcentaje era del 48%. Ha aumentado casi 25 puntos en solo 10 años. Las dos zonas del mundo que más han sufrido el empeoramiento de sus niveles de democracia son Europa del Este y Asia, como ejemplifican Viktor Orbán en Hungría y Narendra Modi en India.

Se suma, además, otro problema no menos preocupante: la calidad de los países democráticos está también disminuyendo. La democracia liberal, a la que aspiramos, respeta los derechos individuales y colectivos, pero no ocurre lo mismo en muchos países considerados democracias. El estudio sueco afirma que apenas el 13% de la población del mundo vive ahora en democracias liberales.

No corresponde aquí hacer una lectura geopolítica, pero sí aportar la mirada psicosocial que, sin duda, está participando y condicionando estos resultados. El mismo Barack Obama, en una entrevista con la Cadena SER en 2021, dio con una de las claves cuando dijo: “En épocas de ansiedad, miedo, globalización y desigualdad, incertidumbre y temor, la gente quiere hombres fuertes que ordenen y manden. Tenemos que reducir sus miedos para que triunfe la democracia”.

Recetas imposibles

Cuando Obama habla de (fijémonos que él se ubica en el otro bando, el de los hombres no fuertes al uso) está hablando de líderes que ofrecen soluciones simples, que dictan órdenes directas desde una estricta jerarquía, que se comunican agresivamente, que alientan el pensamiento mágico, la autoayuda, el desmantelamiento de los logros colectivos y que dan recetas imposibles a la población, evitando ninguna evaluación objetiva. Hablaba de hombres como Trump, Milei, Bolsonaro, Putin… Los hombres que gobiernan —o quieren gobernar— nuestro mundo. Estos hombres fuertes (genérico que también incluye a las mujeres con esos rasgos de carácter, por supuesto) están alcanzando el poder por mayoría, votados democráticamente. Ocurre que los seres humanos vivimos muy mal en la incertidumbre, y las emergencias complejas que nos angustian como la emergencia climática, los conflictos bélicos, la covid y la posibilidad de otras pandemias nos conducen a premiar a quien ofrece soluciones fáciles, prepotentes e, incluso, divertidas, por increíbles que resulten.

También en nuestras organizaciones está aumentando el número de líderes con estas características. Personas que son especialmente narcisistas, maquiavélicas o psicopáticas (la llamada “tríada oscura de la personalidad”) que solían ocupar tradicionalmente en torno al 3% en organizaciones políticas, financieras o empresariales están aumentando su presencia hasta llegar a niveles de entre el 5% y el 10%. La consecuencia son organizaciones en las que disminuye el bienestar, se expresan críticas desconsideradas, órdenes y gritos, se puede producir mayor número de acosos de tipo moral o sexual y el sufrimiento cotidiano se instala. Por supuesto, olvidémonos de la presencia de la igualdad entre mujeres en esas instituciones, de la inclusión de la diversidad y de proyectos auténticos de economía social.

Cooperar mejor que competir

Sin embargo, hay un trabajo personal que tenemos que hacer antes que el colectivo, ya que a estas personas las aupamos nosotros mismos, las promocionamos, pese a todos los estudios recientes que muestran que este tipo de liderazgo es el más nocivo para cualquier organización y, especialmente, para afrontar las épocas convulsas que vivimos. Sabemos que cooperar es mejor que competir, se ha demostrado que la amabilidad mejora los resultados, que el modelo “ordeno y mando” ya no es útil para entornos globalizados… Pero ahí seguimos, loando a los “hombres fuertes”.

Bernat Castany y yo misma hemos escrito un libro, Obedecedario patriarcal. Estrategias para la desobediencia (Anagrama), en el que comenzamos por describir los mandatos (a menudo, inconscientes) que mujeres y hombres hemos recibido para actuar de este modo y amoldarnos así a las ideologías dominantes pensando que se trata de nuestra propia personalidad y no de pensamientos inducidos. Una vez analizados y deconstruidos, podremos aliarnos con otras personas en un auténtico empoderamiento colectivo que nos conduzca a acceder a nuestros derechos y al control de nuestras vidas. Ello pasa, inexorablemente, por no ceder ni un paso en el retroceso de las políticas de igualdad, de diversidad, de economía social, de bienestar… en defender la democracia a ultranza, la única que puede frenar el autoritarismo.

Sara Berbel es doctora en psicología social.