¿Y si los pobres fueran los auténticos ecologistas?

Cuando se trata de medio ambiente, se suele considerar que la gente que vive en condiciones más precarias son ciudadanos pasivos, a quienes no les interesa la suerte de nuestro planeta. Los estudios muestran que no es en absoluto así

Comparte
Pertenece a la revista
Julio 2023 / 115
Image
Reciclaje

Fotografía
Jennifer Jacquemart / UE 2023

Hay una idea preconcebida según la cual la ecología sería un lujo que solo se pueden permitir los ricos. Algunos economistas han hecho incluso de ella una ley, como Simon Kuznets y su famosa curva medioambiental. Según el economista estadounidense, la preocupación por el medio ambiente solo aparece cuando el desarrollo llega a un punto tal que la contaminación ha pasado a ser masiva y, al mismo tiempo, la sociedad es lo suficientemente rica como para desprenderse de los medios necesarios para yugularla. De suerte que, en suma, la respuesta a la degradación ecológica sería… el crecimiento. El corolario de esta visión es que a los más pobres, y son muchos, no les preocuparía en absoluto la calidad del medio ambiente.

Los investigadores y los actores de la lucha contra la pobreza han acabado con ese prejuicio. En primer lugar, según el Informe sobre las desigualdades climáticas 2023, publicado por el Laboratorio Mundial de la Desigualdad (World Inequality Lab), el 50% de los menos ricos del mundo emitió de media 1,4 toneladas de CO2 por año y persona en 2019 y, por tanto, contribuiría en un 11,5% al total de ese tipo de emisiones, mientras que el 10% de los más ricos emitiría 28,7 toneladas por persona de media, es decir, el 48% del total mundial.

La diferencia es menor a escala de un país industrializado como Francia. Sin embargo, según la Ademe (agencia francesa para la transición ecológica) y el OFCE (Observatorio Francés de las Coyunturas Económicas), en el año 2011 el 10% de los franceses más ricos habría emitido de media más del doble de gases de efecto invernadero que el 10% de los más pobres.

Este razonamiento es también válido para la huella en agua, el consumo de proteínas animales, los largos trayectos en autopista, los viajes en avión, etc. Los ciudadanos que viven en las periferias modestas con frecuencia no tienen coche y, por tanto, son ejemplares a la hora de desplazarse. Y así sucesivamente.

Que el impacto ecológico de los pobres es mucho menor que el de los ricos es, por tanto, un hecho conocido y cuantificado. Sin embargo, ni la sociedad ni los poderes públicos valoran esta realidad desde el punto de vista moral. Es más bien todo lo contrario: generalmente se estigmatiza a las personas modestas, cuando no se clasifica pura y simplemente a los pobres como seres irracionales y que no saben gestionar sus presupuestos, a pesar de que la mayoría no tiene un céntimo.

No es fácil ahorrar energía

Pero los que están en situación precaria reciben las mismas informaciones que todo el mundo y están tan preocupados por la suerte de nuestro planeta como el resto, por no decir, más. Así lo demuestran los activistas de la lucha contra la precariedad, por ejemplo, a propósito de las operaciones de renovación energética de las viviendas: 

“Aunque suele ser posible ayudar a los propietarios modestos, la situación es especialmente tensa en el caso de los que viven de alquiler, más común en los hogares de pocos ingresos. Se quejan de no poder hacer nada para ahorrar energía, incluso porque les gustaría reducir su huella de carbono. A menudo, es imposible porque carecen de capacidad real de acción y se sienten atrapados, por no decir culpabilizados”, analiza Helène Denise, encargada de la defensa de la precariedad energética en la Fundación Abbé Pierre.
En cuanto a los ecogestos individuales promovidos por los poderes públicos, el enfrentamiento con la realidad nos lleva a ser humildes. En efecto, “los hogares modestos hacen ya todo lo que pueden para restringir su consumo. Y los actores de la lucha contra la precariedad encargados de acudir a hablarles de gestos para economizar son muy conscientes de ello: se sienten avergonzados, relativizan sus consejos e incluso recurren al humor”, apunta Hadrien Malier posdoctorando en sociología.

Otra realidad que pasa inadvertida es que los más modestos están más expuestos que el resto a los daños medioambientales y, por tanto, están muy al corriente de esos problemas. Célilne Vercelloni, responsable del departamento de Ecología y Gran Pobreza en la ONG francesa ATD Cuarto Mundo, recuerda: “Los más pobres viven en los lugares más afectados por la contaminación y por los desastres ecológicos y les cuesta hacer frente a la reparación de los eventuales daños. Así, en Francia, en la canícula de 2003, los dos factores principales de riesgo de muerte de los ancianos eran el grado de autonomía y la categoría socioprofesional”.

De modo general, el tratamiento normal de la relación con la economía de las clases populares es erróneo y paradójico, subraya Sarah Thiriot, socióloga en la Ademe: “Por ejemplo, generalmente se ha considerado a los chalecos amarillos unos antiecologistas primarios y la alimentación biológica algo propio de las clases superiores. Ninguno de estos enunciados se verifica sociológicamente. Investigaciones recientes muestran que las clases populares dan muestras de una frugalidad irreflexiva, es decir, de unas prácticas que no se etiquetan como ecológicas. Habría que conocer mejor la realidad de las prácticas de los más humildes y, especialmente, de los obstáculos con que se encuentran. Ello permitiría practicar una ecología de lo cotidiano, más popular y, también, más justa que nos llevaría a distinguir entre sobriedad, precariedad y pobreza”. 

Muy cerca de la naturaleza

Además, la sensibilidad con la ecología es especialmente importante entra la gente que vive en el campo. Los campesinos modestos son los primeros en sufrir y deplorar las degradaciones de la naturaleza que les rodea, aunque solo sea porque, con frecuencia, son sedentarios.

Dominique Heaume, trabajadora a tiempo parcial de ayuda a domicilio, vive en un pueblo de los valles de Couserans (Ariège, Francia). Gana 650 euros al mes y está alarmada: “Vivo aquí desde 1983 y, desde entonces, la naturaleza ha cambiado mucho. Seguimos estando en la tierra del oso, pero ya no hay viento, llueve menos, los inviernos son suaves, la nieve escasea y el verano es cada vez más caluroso. La primavera y el verano son ahora peligrosos para los bosques de hayas, emblema de los Pirineos franceses. Y la fauna se banaliza: muchas especies de pájaros son cada vez más raras, especialmente porque casi han desaparecido los insectos. La evolución es muy visible e inquietante”.

Estas preocupaciones las comparte mucha gente: “Numerosas investigaciones etnográficas muestran que, en Francia, los más pobres observan su medio natural con más atención y normalmente actúan para defenderlo. Pero estos gestos cotidianos permanecen invisibles porque sus autores no intentan darlos a conocer”, explica Cyria Emilianoff, profesora de ordenación territorial y urbanismo en la Universidad de Le Mans. ¿Y si los pobres fueran los auténticos ecologistas?