En Irán, la crisis política es también una crisis económica

Problemas como la pobreza, la carestía de la vida y la corrupción, que están en el origen de la sublevación popular, van a perdurar y mantendrán alto el nivel de descontento.

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Bazar de Tabriz

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Hasan

Desde el 18 de septiembre, dos días después de la muerte de Masha Amini, de 22 años, a golpes de la policía de la moral, que la había detenido en Teherán por “llevar el velo mal puesto”, se suceden en Irán las manifestaciones al grito de “Zan, zendegui, azadi” (“Mujer, vida, libertad”). Son manifestaciones violentamente reprimidas por la sangrienta intervención de las fuerzas del orden, con detenciones, violaciones, torturas y ejecuciones sumarias.

A diferencia de las precedentes movilizaciones, de 2017 y 2019, directamente causadas por la carestía de la vida, la actual sublevación parece estar más centrada en reivindicaciones políticas. Los eslóganes exigen el fin de la dictadura de los mulás. Sin embargo, la insurrección tiene también causas económicas que permiten presagiar que, a pesar de la feroz represión, va a durar. Entre los gritos de los manifestantes se puede oír especialmente “¡Estamos hartos de pobreza y corrupción!”.

La situación económica es peor en Kurdistán, al oeste, y Baluchistán, al este, dos regiones donde la revuelta es especialmente viva. “Está claro que el retraso económico de esas dos regiones ha alimentado un descontento también provocado por las discriminaciones étnicas y religiosas”, explica el economista Thierry Coville, investigador del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de Francia (IRIS). En efecto, tanto en Kurdistán como en Baluchistán no se habla persa, y la religión es mayoritariamente el sunismo.

 

Aspiraciones democráticas

“La movilización a la que asiste Irán desde septiembre está en primer lugar ligada al desfase entre las aspiraciones de la sociedad a la modernidad, la democracia y el Estado de derecho, y el arcaico sistema político de la República Islámica”, recuerda Coville. Sobre todo, porque ese sistema político se halla en un “punto muerto” desde 2018, fecha en la que el presidente estadounidense Donald Trump se retiró del acuerdo de Viena sobre el programa nuclear iraní, firmado en 2015. Esa retirada significó el fracaso de los reformadores iraníes, partidarios de una línea más moderada frente a Occidente y más abiertos cultural y políticamente.

Desde 2020, los reformadores ya no tienen representación política, y los conservadores manejan todas las riendas del poder. En las últimas elecciones legislativas de 2020 y en las presidenciales de 2021 solo se autorizó a presentarse a los candidatos conservadores, y más de la mitad del electorado se abstuvo.

La crisis económica ha llegado a niveles máximos desde 2018, ya que el acuerdo de Viena permitió durante tres años aliviar las sanciones que pesaban sobre Irán desde el comienzo de los años 2000, fecha en la que se descubrió el programa nuclear secreto iraní. El levantamiento de las sanciones provocó un fuerte crecimiento en 2016 (8,8%), y el mismo año la inflación bajó del 34,7% al 9%. La inversión directa extranjera alcanzó en esa fecha los 5.000 millones de dólares. 

A la inversa, la vuelta al embargo de 2018, con sanciones impuestas por EE UU a todos los países que compraran petróleo iraní, tuvo consecuencias catastróficas. La exportación de crudo bajó de 2,1 millones de barriles diarios en 2017 a menos de 190.000 barriles en 2020. Y no podemos olvidar que la venta de petróleo representaba el 70 % de los ingresos del Estado.

El crecimiento ha dado paso a la recesión: -2,6% en 2019. Es cierto que, tras la elección de Joe Biden, hay una mayor permisividad por parte de EE UU, según la expresión de Thierry Coville, con respecto a la venta de petróleo iraní a China. Washington ha cerrado los ojos ante esas transacciones contrarias a las sanciones. Las exportaciones de crudo han remontado hasta los actuales 800.000 barriles diarios. Y la guerra en Ucrania ha tenido un efecto positivo en la economía iraní debido al aumento del precio del petróleo. De este modo, el crecimiento fue del 4% en 2021. Pero solo será del 3% en 2022, a lo que hay que añadir la persistencia de otros problemas. 

Desde 2018, la inflación es del 40% anual. La situación se agravó por la decisión del presidente Ebrahim Raisi, elegido en junio de 2021, de suprimir la subvención al tipo de cambio para compras prioritarias. Mientras que el tipo de cambio general era de 1 dólar por 30.000 tomanes iraníes, a la carne y los medicamentos se aplicaba un tipo especial de 4.200 tomanes. Pero, en marzo de 2022, con el pretexto de que los dólares adquiridos por esa vía se revendían, se suprimió esa ayuda, lo que aceleró la inflación. Paralelamente, el embargo, la escasez de divisas y la depreciación de la moneda provocaron un aumento de los precios de los productos de importación.
 

Los estragos de la inflación

Debido a la inflación, las empresas han tenido que hacer frente a un fuerte aumento de sus costes. Y muchas han reducido sus plantillas, por lo que el índice de paro, oficialmente del 9% está, en realidad, en torno al 20%, según Coville. Cerca de ocho millones de iraníes de clase media habrían caído en la pobreza entre 2011 y 2020, según el economista Dajavad Salehi-Isfahani. La moneda volvió a caer y un dólar se compraba en marzo a 40.800 tomanes. 

La crisis política actual aleja cualquier perspectiva de firma de un nuevo acuerdo sobre el programa nuclear iraní. ¿Cómo negociar con un régimen que mata niños y ejecuta a jóvenes cuyo único crimen es participar en las manifestaciones? Pero solo el levantamiento del embargo podría permitir que las divisas volvieran a Irán y su moneda se revalorizara. Y desde un punto de vista más estructural, únicamente una recuperación de las inversiones extranjeras contribuiría a lograr que la economía iraní salga de la actual esclerosis.

Irán, que ocupa el tercer puesto mundial de los países productores de gas natural y el cuarto por sus reservas de petróleo, sigue dependiendo masivamente de los hidrocarburos. Por eso, el 60% de la economía iraní está en manos, según Thierry Coville, del sector público, el 20% en las del parapúblico y únicamente otro 20% en las del privado.

Estas características favorecen la formación de una oligarquía rentista y frena el establecimiento de una auténtica fiscalidad moderna y amplia, y que, además, impiden que se den unas condiciones favorables para la integración en el mercado laboral de las jóvenes generaciones y las mujeres formados por el sistema educativo. Estos son, precisamente, los grupos sociales que están en primera línea de la protesta y cuyas legítimas reivindicaciones solo reciben del régimen una respuesta “puramente represiva”, como constata Thierry Coville.