Por qué es tan difícil el pacto en Francia

Desde la Revolución francesa, las cuestiones sociales se dirimen más desde la ley y las barricadas que a través del compromiso y el pacto

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Mayo 2023 / 113
Reforma sindicatos Francia

Ilustración
Andrea Bosch

La desastrosa reforma de las pensiones recupera algunas de las preguntas recurrentes que se plantea la sociedad francesa. ¿Por qué casi nunca se llega a negociar desde el compromiso social? ¿Por qué estas huelgas, esta sucesión de manifestaciones que los países vecinos apenas conocen, al menos con estas magnitudes? ¿Y qué podría hacerse para remediarlo?

Es una larga historia que se remonta a la Revolución francesa, que empezó en 1789. Contrariamente a lo que muchos creen, fue, ante todo, un gran momento de liberalismo en el terreno económico y social. Una de las primeras tareas que se encomendaron los revolucionarios fue abolir las corporaciones, que frenaban el dinamismo económico del país.

Sin embargo, junto con las corporaciones prohibieron también todas las formas del sindicalismo  naciente y de negociación contractual con el decreto Allarde y la ley Le Chapelier, adoptados en 1791.

Ante la Convención, Isaac Le Chapelier fijó claramente el terreno: "No está permitido a nadie trasladar a los ciudadanos un interés de intermediario que les separe de la cosa pública por un espíritu corporativo. Entre el Estado y el ciudadano, la República no quiere conocer a ningún cuerpo intermediario". 

Mientras que en el resto del mundo occidental los sindicatos se iban desarrollando progresivamente, habrá que esperar hasta 1864 para que la huelga y la coalición de intereses dejen de ser considerados delitos en Francia y hasta 1884 para que los sindicatos sean oficialmente reconocidos.

Reconocimiento con retraso

En 1895, sindicatos y bolsas de trabajo se federan para formar la Confederación General del Trabajo (CGT), pero esta organización decidirá en 1906 evitar unir sus fuerzas a la de los socialistas, que venían de forjar su unidad el año anterior. Esta decisión va en dirección contraria a la que se tomó en prácticamente todos los demás países occidentales y contribuyó a dividir y debilitar mucho al movimiento obrero, lo que retrasó el reconocimiento institucional del sindicalismo.

Durante todo este periodo, la negociación social resultó siempre muy limitada en Francia y el sindicalismo fue siempre duramente combatido por los poderes públicos y sobre todo por Georges Clemenceau [político radical clave en el primer tercio del siglo XX, dos veces primer ministro]. Durante la guerra de 1914-1918, la CGT se asoció, sin embargo, a la gestión de la economía de guerra.

En 1917, la revolución rusa y la escisión sindical que conllevó dividieron y debilitaron de nuevo el sindicalismo francés. En 1936, irrumpió ciertamente el Frente Popular y sus conquistas sociales, pero el episodio duró apenas unos meses y luego fue seguido por una represión feroz durante la Segunda Guerra Mundial. Tras el desastre, el Consejo Nacional de la Resistencia y su famoso programa, luego de reconstrucción, vinculó fuertemente al sindicalismo, pero en seguida se entró en la guerra fría, que de nuevo dividió y debilitó rápidamente al sindicalismo.

V República sin negociación social

La V República nunca pivotó alrededor de la negociación social. Al contrario: Charles de Gaulle, presidente entre 1959 y 1969, excluyó en 1967 a las organizaciones sindicales de la gestión de la Seguridad Social. Mayo del 68 aportó algunos avances para los derechos de los trabajadores, pero en los años siguientes, la derecha, siempre en el poder, y la patronal no hicieron nada por alentar el desarrollo de la negociación social en un contexto de conflictividad creciente y de crisis económica, que se iba agravando.

Cuando la izquierda llega al poder, en 1981, lo hace con una fórmula muy marcada en todos sus componentes por los reflejos estatistas y jacobinos en materia de derecho social: una fórmula muy poco propicia para un sindicalismo francés siempre débil y cada vez más dividido, con la aparición de nuevas organizaciones: Sud, Unsa, FSU, etc.

Después de dos siglos, pues, Francia sigue siendo un país en el que las cuestiones sociales se dirimen principalmente a través de la ley o en la calle y las barricadas. Ello puede tener su encanto, y visto de lejos puede parecer hasta romántico, pero desde el punto de vista de la eficiencia económica y social, no hay apenas dudas de que nuestros vecinos nórdicos y germánicos se benefician de su capacidad de arrancar compromisos sociales más potentes y de forma más regular. Con ello logran también ir haciendo evolucionar sus sociedades sin grandes heridas. Gracias a ello sus economías son, a la vez, más innovadoras y más resistentes que la francesa, sobre todo en el sector industrial, a pesar de un coste del trabajo elevado.

Con su conflictividad estructural, Francia se distingue también de países como Italia y España. En estos países, aunque el sindicalismo está también dividido por criterios ideológicos como en Francia (al menos en cierta medida), ello no ha impedido la introducción de una cultura de pactos sociales.

Episodio de "refundación social"

Después de las fuertes tensiones suscitadas por la adopción de la ley de las 35 horas, al inicio de la década de 2000, se alcanzó, sin embargo, un consenso para considerar que, en el campo social, había demasiadas leyes y no tantos contratos. Y que, en consecuencia, era necesario ampliar el espacio para la negociación social.
 

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Reforma sindicatos Francia

Es lo que en la época se llamó la "refundación social", impulsada sobre todo por el Medef [patronal] de Ernest-Antoine Seillière y la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT, sindicato reformista mayoritario], dirigido entonces por Nicole Notat. Incluso la CGT de Bernard Thibault, que se emancipó del Partido Comunista y buscaba su lugar en el paisaje institucional francés, no era hostil a la idea: en 2006 incluso aprobó sumarse a una posición común con la CFDT, el Medef y la Confederación General de las pequeñas y medianas empresas (CPME) a favor de una reforma de la representatividad sindical a partir de los resultados electorales en las empresas.

Esta voluntad era también compartida ampliamente en el arco político. Sin haberlo llevado a la práctica estando en el poder, la izquierda con vocación de gobierno no podía sino suscribir esta tentativa de social-democratización de la sociedad francesa.

Sin embargo, fue sobre todo la derecha, en aquel momento en el poder, la que más empujó en esta dirección. El actual presidente del Senado, Gérard Lacher, entonces ministro de Trabajo de Jacques Chirac, dejó su nombre a una ley que iba en esta dirección al establecer que, antes de legislar en aspectos relacionados con el derecho del trabajo, el Gobierno debía dejar que previamente los agentes sociales pudieran negociar. Y si llegaban a un acuerdo, se convertía en ley.

El propio Nicolas Sarkozy apoyó esta orientación al principio de su mandato reformando la representación sindical para facilitar la negociación social a todos los niveles, aumentando, con ello, la legitimidad democrática de los eventuales acuerdos. No obstante, estos avances hacia la social-democratización de la sociedad francesa se implementaron sin una convicción real y de forma zigzagueante. 

La ley Larcher contenía muchos agujeros y vías escapatorias, con lo que solo fue plenamente aplicada en muy contadas ocasiones. La urgencia impuesta por la multiplicación de crisis y, en especial, por el crash financiero de 2008 y sus derivadas, sirvió de pretexto a la tecnocracia para imponer un retorno al estatismo. Y, sobre todo, la reforma de la representación sindical no cumplió con sus objetivos: había sido concebida como un medio para llevar a los sindicatos hacia fórmulas de unión, básicamente entre la CGT y la CFDT, estableciendo un umbral del 50% para validar los acuerdos interprofesionales, pero la creciente debilidad de la CGT hizo que la CFDT y sus aliados “reformistas” alcanzaran en solitario este famoso 50%. Ello dejaba habitualmente a la CGT en la oposición sistemática, lo que agravó la división sindical en lugar de reducirla.

Al inicio de su mandato, François Hollande hizo algunos intentos para revivir un poco la senda social-demócrata, pero cedió muy rápidamente a los instintos jacobinos y autoritarios de su primer ministro, Manuel Valls, y de su ministro de Economía, Emmanuel Macron, que iniciaron una competición sin tregua para ver quién de los dos iba a ser el más antisocial y el más liberal en economía, llevando con ello a toda la izquierda hacia la catástrofe conocida por todos.

Estatismo y autoritarismo 

Desde el inicio de su mandato, con sus recetas sobre el trabajo, Emmanuel Macron eligió abiertamente proseguir el camino inverso a estas tentativas de social-democratización: optó por la vía del autoritarismo y del estatismo. Después de haber precipitado la revuelta de los chalecos amarillos, la más larga y la más violenta de toda la posguerra, con una política fiscal particularmente injusta al principio de su primer mandato, ahora ha provocado la irrupción del movimiento social más multitudinario de las últimas tres décadas con el proyecto de reforma de las pensiones en el arranque de su segundo mandato.

Gracias al espíritu de responsabilidad manifestado por las organizaciones sindicales, por una vez unidas contra el proyecto, esta oposición masiva ha tomado formas no violentas. Sin embargo, el Gobierno solo ha visto en ello un signo de debilidad de los sindicatos, con lo que ha empleado a su favor para responder con más intransigencia todavía que frente a los chalecos amarillos.

¿Es posible salir de esta dinámica perversa que lleva a la sociedad francesa ante un muro tanto en los planes democráticos como económicos y sociales? Evidentemente, no es fácil en la medida en que estas prácticas autoritarias y este rechazo a la negociación están insertadas de forma profunda en la historia del país. Pero, por otro lado, tampoco hay ahí nada genético ni irreversible.

Para lograrlo, se debería avanzar en cuatro direcciones. De entrada, es necesario cambiar la gobernanza de las empresas francesas, que, en lo esencial, mantienen estructuras feudales. Bastaría para ello con copiar el modelo de gobernanza de nuestros vecinos germánicos, la codeterminación, que otorga a los representantes de los trabajadores infinitamente más poder que en Francia. Y ello a partir ya de solo cinco asalariados. Y no solo a través de la presencia de la mitad de representantes de los trabajadores en los consejos de administración, sino también en cada organismo donde hay poderes de veto. 

Es necesario, a continuación, aumentar considerablemente la presión hacia la unión e, incluso, hacia la fusión de las organizaciones sindicales para salir del paisaje fragmentado que actualmente debilita de forma tremenda el sindicalismo francés. Ello pasa, sobre todo, por reforzar las reglas para ratificar la validez de los acuerdos mayoritarios: esta mayoría debería elevarse por encima del 50%, hacia el 66,6% o incluso el 75%. A menudo, se considera imposible porque ello implicaría la necesidad de encontrar acuerdos con la CGT o Sud, considerados habitualmente contrarios a la posibilidad de cualquier compromiso. Pero se trata de una visión estratégica: si su responsabilidad está comprometida porque es necesaria para avanzar, saldrán muy rápidamente de esta postura.

También es importante generalizar la presencia efectiva de representantes de los asalariados en las pequeñas empresas, lo que pasa, sobre todo, por la creación de instancias representativas en las redes de franquicias, que actualmente estructuran lo esencial del comercio de proximidad y de los servicios a las personas. En buena medida, el abandono de los asalariados de estas pequeñas empresas es, en efecto, lo que ha precipitado el declive del sindicalismo y de la izquierda política en paralelo al auge de la extrema derecha.

Finalmente, se requiere recuperar de nuevo el debate sobre la ley Larcher para precisar mejor la articulación entre democracia social y democracia política en un marco nacional, aumentando los poderes del Consejo Económico, Social y Medioambiental (Cése, en sus siglas en francés) y renovando la gobernanza de la protección social para sacarla de las garras de Bercy [sede del Ministerio de Economía y Finanzas].

La gran dificultad reside en que, en un paisaje político tan polarizado entre los liberales puro y duros y los populistas jacobinos de derechas e izquierdas, las fuerzas susceptibles de llevar a cabo un proyecto así son muy débiles.

Una parte significativa del futuro del país depende, sin embargo, de la capacidad de pasar página del autoritarismo y el estatismo en la gestión social. Como decía Guillaume d’Orange: “No es necesario esperar para emprender ni triunfar para perseverar”.