Por qué una economía de guerra

Comparte

La palabra “guerra” está asociada a todo tipo de atropellos y habrá que estar muy vigilantes, pero el espejo más cercano de reorganización económica que precisamos es 1939-1945.

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante su reciente discurso a la nación, en el que aseguró en varias ocasiones que Francia está “en guerra”.

Poco a poco va ganando terreno, ante el desafío mundial extraordinario del coronavirus, la idea de que habrá que librar algo parecido a una guerra y que, en consecuencia, hay que construir una economía de guerra. Lleva días empujando en esta dirección el influyente pensador francés Jacques Attali -todopoderoso asesor en su día de François Mitterrand y ahora muy cercano a Emmanuel Macron en estas horas graves- y ayer mismo The New York Times asumía ya sin tapujos este marco en un editorial muy importante, Basta de decir que todo está bajo control. No lo está, que señalaba directamente como espejo no ya los clásicos crash financieros, sino ya el programa de Franklin D. Roosevelt durante la II Guerra Mundial (1939-1945).

Hay que ir con mucho cuidado con la terminología de “guerra” porque suele ir asociada no solo a muchos muertos, sino también todo tipo de atropellos y abusos de los derechos humanos, saqueos, etcétera. Será muy importante estar siempre muy vigilante para evitar los excesos, pero la situación está tan descontrolada que una economía de guerra se ha convertido a estas alturas en la única respuesta posible para tratar de limitar al máximo el número de muertos -que igualmente se contarán, lamentablemente, por miles, también en España- y al mismo tiempo aliviar las condiciones de la inmensa mayoría de la población.

Una economía de guerra es mucho más que un plan de choque para atajar una crisis, por impresionante y hasta espectacular que sean los fondos que lleve asociados. Implica que el Estado tome el control total de la economía y la ponga exclusivamente al servicio de ganar la guerra y aliviar las condiciones de vida de la gente, con independencia de todas las reglas económicas que puedan funcionar en tiempo de paz, ya tengan que ver con la emisión de moneda, la inflación, la deuda, el déficit o lo que sea. Todo esto pasa a ser secundario. Para que se entienda: durante la II Guerra Mundial, nadie estaba preocupado por la cuenta de resultados de Ford ni por su línea de producción de utilitarios para familias ni por la inflación ni por la deuda. Lo único importante era que durante la guerra produjera carros de combate.

La economía de guerra es también mucho más que un plan de reconstrucción para catástrofes porque no se da en un lugar concreto que está paralizado por algún desastre durante un tiempo determinado, sino simultáneamente en todos los nodos de producción en un mundo absolutamente global e interconectado y, encima, por tiempo incierto, con lo que la parálisis con toda seguridad estará generalizada por mucho que se inyecten al sistema miles de millones. ¿Quién en su sano juicio va a invertir en este contexto?

Además, son justamente los epicentros económicos de este mundo global -EEUU, Europa y China- quienes más están sufriendo la crisis en el mismo momento, con lo que nadie va a poder contar con auxilio exterior. Cuando empiecen a faltar respiradores y mascarillas -por desgracia, muy pronto- la escasez se va a dar en varios países a la vez y China, que está todavía al ralentí y semiparalizada, no podrá acudir al rescate de todos. Por supuesto que el mercado tampoco comparecerá porque, simplemente, está roto.

En una economía de catástrofes, se pide ayuda al exterior si hace falta o incluso se requisan a las empresas productos básicos. En cambio, en una economía de guerra el Estado tiene que tomar la iniciativa de fabricar todo lo que va a necesitar para ganar la guerra, en colaboración con los empresarios, exactamente igual que hizo Roosevelt, quien exigió de pronto a las empresas de automoción que fabricaran carros de combate en lugar de vehículos para salir a pasear los domingos. Y los empresarios se pusieron a la orden del presidente.

Este salto tan brutal solo es posible en una economía de guerra porque, antes de cualquier otra consideración, hay que centrar todos los esfuerzos en ganarla, algo que lamentablemente estamos todavía muy lejos de conseguir. Pronto escaseará material médico esencial para salvar vidas y, por tanto, las instituciones públicas tienen que empezar a fabricarlas ya, como ha entendido pese a su modestia Sentmenat, un municipio de 9.300 habitantes cerca de Barcelona, que desde el lunes se ha puesto a fabricar mascarillas sin esperar instrucciones de nadie.

Además de dedicarse a ganar la guerra -en este caso, reducir en lo posible el número de muertos y acabar con la pandemia del coronavirus a nivel mundial-, la economía de guerra tiene que asegurar unas condiciones mínimas a toda la población. En este nuevo y brutal contexto mundial, no visto desde 1939, casi todo el mundo se convierte de pronto y al mismo tiempo en “población vulnerable”. Casi todos necesitaremos ayuda.

La economía de guerra no es una cuestión de izquierdas o derechas, a pesar de que obviamente implica la toma de control casi absoluta por parte del Estado. Supone solo un paréntesis en el debate ideológico ante una situación de extrema gravedad y ha sido asumido perfectamente por liberales como Winston Churchill en el pasado y ahora Macron. También por los empresarios más conscientes de la gravedad del momento.

El propio Attali es un hombre de orden, pero hace ya una semana que escribió: “Nada sería más desastroso que las medidas a medias. Actuar rápidamente. Masivamente. Colocarse en situación de economía de guerra. Producir respiradores y mascarillas como se habría producido [en una guerra] aviones y obuses”.

Ojalá no fuera necesario, pero cualquier otra respuesta, por abultada que sea la cifra de ayudas masivas que se decida, se quedará corta en las tareas imprescindibles y simultáneas de aliviar a las familias pero al mismo tiempo evitar el colapso del sistema sanitario y la falta de materiales básicos. Como el crecimiento de contagios sube a un ritmo casi exponencial, basta con ir mirando los números para darnos cuenta de que  nos acercamos a la situación límite.

Desde luego que no tiene nada de bonito. Pero no queda otra que mirar de cara la realidad: necesitamos asumir cuanto antes un marco de economía de guerra.