El influjo de lo digital se cronifica

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Ilustración
generada con IA

La humanidad ha experimentado desde tiempos ancestrales la pulsión por construir herramientas, con una intensidad creciente a raíz de la Revolución Industrial. Algo que ya en el siglo XIX llevó a Henry David Thoreau a observar que "las personas se han convertido en las herramientas de sus herramientas", añadiendo que "la mayoría de los lujos y muchas de las comodidades de la vida no solo no son indispensables, sino verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad".

Pienso que de vivir en nuestra época, sobresaturada de herramientas digitales, Thoreau se reafirmaría en sus afirmaciones. Podría bastarle para ello observar cuántas apps lleva la gente en sus móviles y cuánto tiempo pasan colgados de muchas que no podrían de ningún modo calificarse como indispensables.

Un siglo más tarde, la observación de Thoreau reapareció en una reformulación atribuida al teórico de la comunicación Marshall McLuhan: "Damos forma a nuestras herramientas y luego nuestras herramientas nos conforman a nosotros". De acuerdo, si bien la actual concentración del sector tecnológico haría pertinente afilar esta afirmación señalando que son solo unos pocos (ellos) quienes dan forma a las herramientas digitales que usamos. Y que, utilizando procesos acerca de los que tenemos apenas información y ningún control, aplican sus propios criterios e intereses, que son los que luego influyen en cómo el contacto con sus herramientas nos conforma a nosotros.

Solo unos pocos ejemplos. Preparar un Powerpoint impactante se convierte con demasiada frecuencia en sinónimo de preparar una buena presentación. La oferta de Google de "ordenar toda la información del mundo y hacerla accesible" condiciona el modo en que buscamos la información que nos interesa, a la vez que disminuye el incentivo a gestionar y ordenar la que digerimos. Segmentos numerosos de la ciudadanía prefieren informarse a partir de los titulares con los que les inundan las redes sociales en lugar de utilizar de los editoriales y artículos de opinión en medios de comunicación acreditados. La disponibilidad de Spotify y de Netflix modifica el modo en que se consumen la música y el cine. Influencers de todo tipo prosperan en Instagram y TikTok precisamente porque allí encuentran a millones de seguidores dispuestos a ser influenciados. Quienes viajan en el transporte público abstraídos de su entorno mientras surfean la lista inacabable de sus mensajes de Whatsapp no lo hace por razones de urgencia insalvable. 

Parece razonable concluir que entre los motivos que inducen a los individuos a adoptar —se supone que libremente— comportamientos como los apuntados figuran la comodidad y la satisfacción inmediata de sus particulares deseos e impulsos. Con poca o nula conciencia de que la cronificación de sus rutinas digitales tiene consecuencias tan poco deseables como el deterioro de la atención y el déficit de pensamiento crítico. No sólo eso. La acumulación en paralelo de millones de esos comportamientos crónicos conduce a la aparición de fenómenos de estupidez colectiva que se manifiestan en ámbitos tan dispares como la política, las finanzas, el medio ambiente, la economía y la salud. Por más que pueda resultar paradójico, el acceso a tecnologías supuestamente inteligentes no evita que creemos de forma colectiva resultados que nadie quiere. Tal vez, lo que sería aún peor, induce a que lo hagamos.

Lo anterior viene a cuenta del anuncio por parte de Microsoft y de Apple de que incorporarán capacidades de inteligencia artificial en una nueva generación de teléfonos móviles y ordenadores personales. Lo cual, sumado a la proliferación de asistentes IA personales y copilotos IA permite augurar que el objetivo de la industria es que el uso de la IA se cronifique en las prácticas de los individuos del mismo modo que lo han hecho el buscador, las redes sociales o la demanda de servicios de entrega inmediata a domicilio. 

Como propone Byung-Chul Han, cuanto más poderoso es el poder, con mayor sigilo opera. La diferencia es que ahora no podemos alegar ignorancia acerca de los previsibles efectos colaterales de la IA, tanto en el ámbito individual como en el colectivo. Es un buen momento para recordar que la civilización es precisamente la capacidad humana de decir "no", de poner límites a lo que acogemos o utilizamos. También para creer en la afirmación de Margaret Mead de que un pequeño un grupo de ciudadanos reflexivos y comprometidos pueden cambiar el mundo. Será cuestión de encontrarlos.