UE-EE UU: tratado de libre comercio en punto muerto

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Noviembre 2014 / 19
Foto artículo: UE-EE UU: tratado de libre comercio en punto muerto

Las dos primeras potencias económicas mundiales han entablado negociaciones para crear un gran mercado único transatlántico. Un proyecto muy criticado que cambiaría los hábitos de producción y consumo en Europa, pero con pocas posibilidades de llegar a buen puerto.

Con unos derechos arancelarios ya bajos, normativas difícilmente conciliables, opiniones públicas reticentes… Las negociaciones sobre el tratado transatlántico tienen pocas posibilidades de llegar a buen puerto.

Entre el 29 de septiembre y el 3 de octubre pasado, los negociadores de la Unión Europea y de Estados Unidos se reunieron de nuevo para intentar hacer avanzar un proyecto muy controvertido: establecer un enorme mercado único entre las dos primeras potencias comerciales del planeta. Es decir, organizar la posibilidad de comerciar e invertir con la mayor libertad posible en el seno de las dos zonas.

Pero desde que comenzaron las negociaciones, en 2013, nada ha sucedido como estaba previsto. ¿Los negociadores quieren disminuir los derechos arancelarios para desarrollar los intercambios comerciales? Los economistas les señalan que ya son bajos. ¿Quieren proceder a una amplia armonización de las normas y reglas de producción para facilitar las inversiones cruzadas entre las dos zonas? Parece un objetivo inalcanzable. Si a ello se añade la movilización de gran parte de la sociedad civil europea contra el proyecto, uno empieza a pensar que hay pocas posibilidades de que ese gran mercado transatlántico llegue a ver la luz del día.

 

ARANCELES ADUANEROS REDUCIDOS

Cuando dos países negocian un tratado de libre comercio, el primer objetivo suele ser disminuir los derechos arancelarios sobre los bienes y servicios intercambiados para facilitar las transacciones al disminuir el precio de los productos comprados en el extranjero. El fin de la negociación es, pues, elaborar un paquete global de reducción de aranceles, basado en la reciprocidad para que se beneficien las empresas y los consumidores de ambos países.

En el caso de Europa y Estados Unidos, hay poco que esperar desde este punto de vista. En efecto, los aranceles entre las dos zonas son hoy del orden del 2% de media, según estimaciones de Cepii, un centro francés de investigación sobre la economía internacional. Ello no impide que algunos productos sigan estando en mayor o menor medida protegidos de la competencia por “picos arancelarios”. Por ejemplo, Estados Unidos impone unas tasas del 10% sobre el calzado europeo y del 22% sobre nuestros productos lácteos (40% en el caso de los yogures). Por su parte, la Unión Europea protege sobre todo a los agricultores con unas tasas del orden del 13% de media (2,3% para el sector manufacturero) y sube al 45% en el caso de la carne y hasta el 145% en el de los congelados de carne bovina, un sector en el que los estadounidenses son muy competitivos. En ambos casos, esos “picos” están, sin embargo, muy localizados en determinados productos. No hay, pues, gran cosa que esperar sobre la disminución o incluso supresión de las tasas actuales.

 

INTERESES CRUCIALES

En la Comisión Europea se afirma sin ambages que “la mayor parte de los beneficios que se esperan proceden de las cuestiones reglamentarias”, pues junto a los derechos arancelarios está lo que los economistas reagrupan bajo la denominación general de “barreras no arancelarias”. Esta expresión reúne todas las medidas que permiten proteger los productos de la competencia extranjera. Las más importantes son el conjunto de reglas, normas, estándares y otros procedimientos de producción y de importación cuyo cumplimiento por las empresas extranjeras exige unos costes adicionales que hacen a sus productos menos competitivos.

Estas reglas pueden obedecer a preocupaciones legítimas como garantizar la diversidad cultural o proteger la salud de los consumidores. Pero la frontera entre objetivos aceptables y barreras disimuladas puede ser difusa. De ahí que los negociadores intenten armonizar lo más posible las normas y las reglas actualmente en vigor a ambos lados del Atlántico para facilitar los intercambios comerciales.

La cultura reglamentaria de las dos zonas es totalmente opuesta

La sociedad civil se movilizaría si se intentara alterar los hábitos de consumo

El gran mercado transatlántico hace mucho ruido para tan pocas nueces

En esta batalla, las dos zonas tienen intereses cruciales. Los agricultores estado-unidenses, por ejemplo, desearían poder exportar sus productos más fácilmente. Los europeos, por nuestra parte, desearíamos proteger nuestras “indicaciones geográficas” y que los productores estadounidenses no tengan derecho a llamar a sus productos “ciruelas pasas de Agen” o “jamón de Parma”. O que Veolia o GDF-Suez puedan ganar licitaciones al otro lado del Atlántico en los mercados públicos, tanto nacionales como locales, de gestión de residuos, de agua, de energía, etcétera, lo que es casi imposible en la actualidad: mientras que el 85% de los contratos públicos de la Unión son abiertos, sólo el 32% de los de EE UU lo son.

La Comisión ha hecho de este tema un casus belli y afirma con rotundidad: “¡No firmaremos el acuerdo si EE UU no abre sus contratos públicos!”. La lista de los sectores o empresas de los dos continentes que podrían ver ampliados sus mercados es larga. Pero, como subraya el eurodiputado ecologista Yannick Jadot, que está siguiendo las negociaciones de cerca, “Europa no tiene una postura comercial común; funciona de acuerdo con una suma de intereses cruciales nacionales. Los británicos quieren vender más fácilmente sus servicios financieros, los franceses, sus servicios a los ayuntamientos, etcétera”. Hay pocas posibilidades de que las negociaciones avancen sustancialmente: sencillamente porque los intereses que subyacen en estas reglas son irreconciliables.

 

DIFÍCIL ARMONIZACIÓN DE REGLAS

La cultura reglamentaria de las dos zonas es, pues, diametralmente opuesta. En Estados Unidos se da prioridad al registro de marcas comerciales: cualquier productor tiene derecho a calificar su producción como Champagne, Chably u Oporto. En Europa los nombres de productos locales sólo pueden ser utilizados por los productores de esos territorios, lo que evita una competitividad demasiado fuerte y garantiza la calidad del producto. Otro ejemplo es la homologación de un nuevo modelo de coche. En Europa pasa por una autorización pública que valida una serie de criterios de seguridad y libera de responsabilidad jurídica a los fabricantes del coche y a los de los equipos. En Estados Unidos, los fabricantes hacen una autocertificación de la calidad de los vehículos y, en caso de problemas, pueden tener que enfrentarse a procesos por responsabilidad civil. Para la diputada socialista Seybah Dagoma, autora de un informe sobre el proyecto de tratado, “no es creíble que un acuerdo transatlántico pueda acabar con esta diferencia fundamental de método” (1).

Las discrepancias van más allá de las cuestiones de método: afectan también —lo que constituye un obstáculo más importante— a las diferentes preferencias colectivas en ambos lados del Atlántico. En Europa, la prohibición de importar vacuno tratado con hormonas o alimentos OMG (organismos modificados genéticamente) responde a un principio de precaución. Es impensable negociar una reducción de las normas referentes a la salud, la seguridad o el medio ambiente con el pretexto de que los estadounidenses aceptan comer pollos lavados con cloro o cereales repletos de OMG. Estas reglamentaciones de los intercambios comerciales se basan en una “lógica de gestión de los riesgos conforme a una nomenclatura moral y cultural”, explica, en un análisis reciente (2), Pascal Lamy, ex director de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

No parece posible que los negociadores entablen conversaciones con el fin de armonizar estas normas a la baja como han hecho durante décadas con los aranceles. “Nunca importaremos carne con hormonas” proclama un responsable de la Comisión Europea. Principio general que va más allá del sector cárnico. Pascal Lamy concluye, a modo de testamento de estas negociaciones: “Con unos aranceles ya bajos y unas reglamentaciones cada vez más duras hay menos espacio para negociar haciendo concesiones recíprocas”.

 

CARENCIA DE CONSENSO POLÍTICO

Pero si, a pesar de todo, los negociadores decidieran emprender esa vía exigiendo una profunda modificación de los hábitos de consumo de los europeos, tendrían que sufrir la ira y la movilización de la sociedad civil. Pues, como explica el economista estadounidense Dani Rodrik, cuando los asuntos que se negocian afectan directamente a la vida cotidiana de la gente, “el resultado es un sentimiento de intrusión de unos burócratas sin rostro que toman unas decisiones muy alejadas de los mecanismos de responsabilidad democrática de nuestras sociedades” (3). Esto alimenta importantes movimientos ciudadanos en Alemania, Bélgica, España, Francia, Italia, Holanda, Gran Bretaña, etcétera (4).

Aparte de las movilizaciones, la validación política de un eventual acuerdo no está garantizada en absoluto. Si bien el Consejo Europeo, que agrupa a los Estados de la Unión, puede autorizar la firma de un acuerdo, éste deberá ser ratificado por el Parlamento Europeo. Además, como los temas son competencia mixta de la Comisión y los Estados, el texto debería ser refrendado con toda probabilidad por los parlamentos de los 28 Estados de la Unión.

Por parte estadounidense, más de 500 organizaciones no gubernamentales, aliadas con los sindicatos, presionaron al Senado a mediados de septiembre firmando un llamamiento para que se denegara al presidente Barack Obama la Trade Promotion Authority, denominada fast trak. Es decir, la “vía rápida” por la que el Gobierno puede negociar los detalles del acuerdo y el Congreso sólo puede aceptarlo o rechazarlo en bloque. Parece difícil que los congresistas y senadores republicanos hagan este regalo a Obama cuando los demócratas influyentes reclaman desde hace varios meses poder renegociar el contenido.

En resumen, con nada de especial sobre la mesa en lo que a los derechos arancelarios se refiere, unas normas difícilmente conciliables y un tema altamente sensible para la opinión pública, no se entiende por qué los estadounidenses y los europeos se han metido en ese berenjenal. En la Comisión Europea se da a entender que, frente al ascenso de los países emergentes, especialmente China, es importante establecer un gran mercado común, organizado en torno a unos estándares idénticos, que fuerce al resto del mundo a adaptarse a ellos. Para Jean-Marc Siröen, profesor de la Universidad Paris-Dauphine, “es una respuesta burocrática. También está la de las opiniones públicas. El obstáculo político me parece difícilmente superable. Sólo se pueden armonizar las normas a la baja y no es así como vamos a desafiar a China.”

El eurodiputado Yannick Jadot habla en la misma longitud de onda: “Este acuerdo es el modo de exonerar al big business de una serie de reglas en detrimento de la construcción de un modelo específicamente europeo de desarrollo que podría, luego, defender sus valores”. En cualquier caso, concluye el economista, “la posibilidad de avanzar es muy limitada. No creo mucho en ello”. Decididamente, el gran mercado transatlántico hace mucho ruido para pocas nueces.

(1). «Accord de libre-échange entre les États-Unis d’Amérique et l’Union européenne», informe n.° 1092, junio de 2013.

(2). «L’Organisation mondiale du commerce : nouveaux enjeux, nouveaux défis», En temps réel-Les Cahiers, julio de 2014.

(3). Véase su artículo en el número especial de Alternatives Économiques n.° 101 «Mondialisation & démondialisation», 3er trimestre de 2014, accesible en los archivos de www.alternatives-economiques.fr.

(4). Véase el informe de la revista Les possibles n.° 4, verano de 2014, Attac.

 

¿EL LIBRE COMERCIO ES UNA FUENTE DE CRECIMIENTO?

El proyecto de tratado transatlántico ha dado lugar a la publicación de varios estudios que intentan medir sus consecuencias. La conclusión es que tiene beneficios, aunque escasos, en lo que al crecimiento del PIB europeo se refiere, entre el 0,3% y el 1,3%... a lo largo de diez años. En el marco de una fuerte liberalización, el comercio entre países europeos disminuiría en un 30% en beneficio de un aumento del comercio con Estados Unidos.

Un grupo de expertos dirigido por Werner Raza (1), director de la Fundación Austríaca para la Investigación del Desarrollo, ha llevado a cabo un estudio preciso y corrosivo que muestra la escasa pertinencia de los resultados obtenidos. Con frecuencia se opta por las hipótesis más favorables: importante reducción de las normas (lo cual parece poco probable), una reacción del volumen intercambiado a la eventual bajada de los precios (“elasticidad precio”, la denominan los economistas) estimada en el doble de lo que dice la literatura habitual, etcétera. En resumen, las ventajas que se pueden esperar del acuerdo son muy escasas y están sobrevaloradas.

Por otra parte, estos cálculos sólo tienen en cuenta los beneficios potenciales del acuerdo y nunca su coste por pérdidas de ingresos fiscales y destrucción de empleos. Según el estudio, dicho coste puede estimarse en una horquilla que va de 33.000 a 60.000 millones de euros, es decir, entre el 0,3% y el 0,5% del PIB en diez años.

Por su parte, el economista estadounidense Dean Baker subraya que un acuerdo podría traducirse en la ampliación a Europa de la protección de los derechos de propiedad intelectual estadounidenses y, por tanto, en el mantenimiento de precios elevados en varios sectores como el farmacéutico. Y también en el sector agroalimentario, tras la patente conseguida por una empresa estadounidense por un ¡sandwich con mantequilla de cacahuete!

(1). « Assessing the Claimed Benefits of the Transatlantic Trade and Investment Partnership », dirigido por Werner Raza, ÖFSE, marzo 2014.

 

UN TRIBUNAL CONTESTADO

Uno de los puntos del proyecto de tratado más contestados por la sociedad civil es el relativo a la creación de un tribunal de arbitraje. Sería el encargado de resolver los conflictos entre un Estado y las multinacionales cuando éstas consideran que determinada medida puede perjudicar a su actividad.

Este tipo de método existe ya en numerosos acuerdos bilaterales de comercio y plantea graves problemas. Generalmente, los paneles de arbitraje están constituidos por abogados de negocios, hoy jueces y mañana consejeros de empresas, lo que puede ser fuente de conflictos de interés. Sus procedimientos son igualmente muy opacos. Algunas empresas crean una filial en un país simplemente para aprovecharse de un tratado de inversión con otro país que ofrece un procedimiento de arbitraje que le permite atacar a este último. Además, como los diferentes paneles de arbitraje no interpretan las mismas leyes del mismo modo, causan un desbarajuste jurídico internacional. Finalmente, no existe ningún modo de apelar las decisiones de unos jueces que pueden cometer errores manifiestos de interpretación.

Jean-Marc Siroën, profesor de la Universidad Paris-Dauphine, considera que “es chocante que un Estado pueda verse obligado a plegarse ante una firma internacional. Es cierto que no es nuevo, que este tipo de tribunal existe en otros acuerdos bilaterales, pero en este caso estamos hablando de las multinacionales estadounidenses: un asunto mucho más serio”. Tan serio que en el Parlamento Europeo empiezan a formarse coaliciones derecha-izquierda para evitarlo.

 

EL MAL EJEMPLO DEL ACUERDO CON CANADÁ

El pasado 25 de septiembre, la Comisión Europea concluyó en total secretismo un tratado de libre comercio con Canadá, bautizado CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement). Las organizaciones no gubernamentales han examinado el texto y el resultado es inquietante en el caso de que sirviera de ejemplo para el contenido del tratado que se está negociando con Estados Unidos (1) . He aquí algunos ejemplos.

Una primera preocupación se deriva de las condiciones de liberalización de las empresas entre las dos zonas. El texto establece una lista precisa de las medidas prohibidas: incluye la prohibición de cualquier restricción relacionada con la voluntad de regular el uso de las tierras, de proteger el medio ambiente o de limitar el consumo de los recursos naturales. También prohíbe a una colectividad pública obligar a un inversor a respetar los umbrales mínimos de producción local.

La voluntad de “promover procesos de aprobación basados en una ciencia eficaz relativa a las biotecnologías” permite temer un posible cuestionamiento del principio de prevención. En la medida en que “la ciencia” no demuestre que los organismos modificados genéticamente (MG) son nocivos para la salud, ¿podrá Europa oponerse a su comercio?

El acuerdo prevé el establecimiento de un Fórum de Cooperación Reglamentaria. Si bien sus modalidades de composición, consulta, decisión y control son opacos, el objetivo parece claro: crear un espacio en el que, tras la ratificación del tratado, un comité de expertos podrá decidir a su arbitrio la transformación de las reglamentaciones existentes en el sentido que mejor les parezca. Lo más probable es que sea en el de la suavización de toda obligación que se considere un impedimento al comercio y la competitividad de las empresas.

Una serie, pues, de cambios que hacen suponer que su ratificación por el Parlamento Europeo va a ser difícil, sobre todo porque Alemania ha dicho que considera que los inversores tienen demasiado poder.


(1). « CETA, marchepied pour l’accord transatlantique », Aitec-Attac, septiembre de 2014.