La movilización económica

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Abril 2014 / 13

La Gran Guerra fue una guerra industrial. La movilización de las empresas desempeñó un papel determinante en este “otro frente”.

Fábrica del grupo Krupp, en 1915, cuando producía material para el ejército alemán. FOTO: Brown Bros

No se puede parodiar a Carl von Clausewitz: la guerra no es la continuación de la economía por otros medios. Y no solo porque, aunque moleste a Lenin, no fue la rivalidad económica entre las grandes empresas de cada país la que llevó a la Gran Guerra, sino sobre todo porque fue la economía la que estuvo al servicio de la guerra y no al contrario. Una economía asediada, en ese comienzo del siglo XX, por una crisis de superproducción dio paso a una economía de gestión de la penuria.

Como la necesidad hace ley, en todas partes, desde Alemania hasta la liberal Gran Bretaña, el Estado va a controlar estrechamente la economía de guerra. En Francia, es particularmente urgente: la invasión y posterior ocupación del noreste del país privan al Hexágono de la mitad de su producción de carbón, de dos tercios de la de acero y de tres cuartos de la textil.

 

Escasez de mano de obra

La escasez de mano de obra debida a la movilización es lo que impone que el Estado intervenga para que la economía se ponga al servicio de la victoria. Aunque las cosechas del verano se habían recogido gracias al esfuerzo de la población campesina, especialmente de las mujeres, los efectivos de las empresas se hunden con la movilización de inmediato de cerca de tres millones de hombres (¡el 23% de la población activa!): las industrias metalúrgicas y mecánicas pierden el 60% de sus efectivos, las empresas químicas, el 55%. Le Creuson, la empresa privada más importante de armamento, se queda sin la mitad de sus trabajadores en agosto de 1914 y pasa de 13.300 a 7.500 asalariados.

La movilización inicial en Francia afectó al 23% de la población activa

Circulares ministeriales animaron desde 1915 a las empresas a contratar mujeres

A partir de septiembre, el Estado autoriza a la industria que trabaja para la defensa nacional a requerir obreros cualificados. En 1915, unos 500.000 soldados vuelven a las fábricas de armamento. Sin embargo, esos obreros movilizados en las fábricas distan mucho de ser suficientes. El Gobierno organiza la contratación de refugiados (belgas, serbios), de prisioneros de guerra, recluta a trabajadores extranjeros (ibéricos, italianos, griegos, chinos) y a trabajadores de las colonias (magrebíes, malgaches, indochinos).

A finales de 1915, una serie de circulares ministeriales animan también a las empresas a contratar masivamente a las mujeres. El empleo femenino en la industria pasa, de este modo, de 487.000 en 1913 a 617.000 en 1917, lo cual solo es un 29% de aumento, pero significa el trasvase de mano de obra de la industria textil, gravemente afectada por la crisis y mal pagada, a la industria metalúrgica, en pleno auge y en la que los salarios son mejores. Las mujeres representan, por ejemplo, el 60% del personal en la taylorizada fábrica de municiones de Citroën en París. Además, sustituyen a los hombres en la agricultura, los servicios públicos, etcétera.

Cuando llega el armisticio, solo en la industria de armamento hay 1,7 millones de trabajadores, de los cuales 497.000 son obreros movilizados, 425.000 obreros civiles, 430.000 mujeres, 133.000 jóvenes menores de 18 años, 13.000 mutilados, 108.000 extranjeros, 61.000 procedentes de las colonias y 40.000 prisioneros de guerra.

Esa movilización de la mano de obra responde a una necesidad de aumentar la producción en múltiples sectores y, en primer lugar, en el de las municiones. En efecto, desde septiembre de 1914 los militares piden que el suministro de obuses de 75 mm pase de ¡13.000 a 100.000 unidades diarias! Ello exige financiar la creación de talleres y fábricas, asignar recursos a las empresas capaces de responder a la demanda tanto en cantidad como en calidad. La organización de esa tarea se confía al subsecretariado de Municiones, perteneciente al Ministerio de la Guerra, creado en mayo de 1915 y que pasó a ser un Ministerio de Municiones independiente en diciembre de 1916. A su frente, hasta 1917, se halla Albert Thomas, un socialista reformista, que demostró ser un eficaz organizador: en colaboración con su colega del Ministerio de Comercio, Étienne Clémentel, pone en marcha el control de los aprovisionamientos de las empresas en materias primas.

Albert Thomas desarrolla los arsenales y las fábricas de pólvora del Estado ya existentes, requisa algunas empresas en los astilleros navales, pero sobre todo organiza la relación entre el Estado y las empresas privadas que se constituyen en “grupos de fabricación”. A su frente, un dirigente acreditado negocia con Thomas los pedidos, el aprovisionamiento de materias primas, los adelantos financieros del Estado para modernizar o crear talleres, los precios y el reparto entre las empresas. El interlocutor más importante de Thomas es entonces el poderoso cartel preexistente, el Comité de Forjas, a cuya cabeza está Robert Pinot, que organiza la importación de metales, su entrega a las empresas y el reparto entre los fabricantes: Schneider, la Compagnie des Forges de Châtillon-Commentry, la Compagnie des Forges et Aciéries de la Marine y de Homécourt no dan abasto con los pedidos.

En cuanto el conflicto acabó, el Estado dejó de organizar la economía

La economía de guerra dejó huellas duraderas, empezando por el endeudamiento

Esta organización posibilita, también, que un gran número de empresas de todos los tamaños participen en el esfuerzo de guerra; crear otras; modernizar y producir material competitivo y, en ocasiones, innovador. No menos de 375 empresas contribuyen a la fabricación de obuses. La empresa Hotchkiss suministra una metralleta muy fiable. La industria química, muy poco desarrollada antes de la guerra, logra, tanto en los arsenales y fábricas de explosivos del Estado como en empresas privadas como Kuhlmann, Saint-Gobain, Alais et Camargue (la futura Pechiney), fabricar la pólvora, los explosivos y el gas de combate que pide el Ejército.

Las empresas aeronáuticas, como Breguet, Hispano-Suiza, Farman, Caudron y Vosin, van a tener también un auge decisivo, así como las automovilísticas Renault, Delage, Peugeot, Berliet. Renault fabrica en serie más de 3.000 carros de combate ligeros en 1918. Michelin provee de neumáticos y una de sus factorías produce máscaras de gas. La Société Française de Radioélectrique y Ducretet suministran emisores-receptores de radio. Pero la industria de guerra es también la del cuero y el vestido, y la que llena los platos de los soldados, como las conserveras Cassegrain o Saupiquet.

El apoyo que Léon Jouhaux, secretario general del sindicato CGT, dio a Albert Thomas, que se erigió en defensor de la condición obrera, facilitó esa movilización industrial. En 1915, Thomas empujó al ministro de Trabajo a poner en marcha comisiones regionales formadas por representantes de la patronal, de los sindicatos y del Gobierno, encargadas de regular los salarios y las condiciones de trabajo. A comienzos de 1917, tras una serie de huelgas, se instituyeron comisiones de arbitraje obligatorias y elecciones de delegados de taller en las fábricas bajo control gubernamental.

 

Préstamos generosos

La movilización industrial va acompañada también de la racionalización de una parte de la producción (especialmente de las cadenas de producción de obuses o de máscaras de gas), que fue posible gracias a los generosos adelantos financieros proporcionados por el Estado y a los altos precios acordados con grupos de empresas que frecuentemente eran monopolios: una serie de ventajas de las que muchos se aprovecharon, así como de unos impuestos sobre los beneficios de guerra que en Francia fueron netamente menores que en Gran Bretaña.

Este período fue, para algunas empresas de diversos sectores, el punto de partida de un fuerte desarrollo posterior. Pero no nos engañemos: globalmente, la producción industrial en Francia, como en la mayoría de los países beligerantes, fue inferior en 1918 a la de 1913. Y en cuanto la guerra acabó, el Estado dejó de organizar la economía.

La economía de guerra dejaría, sin embargo, huellas duraderas, empezando por un endeudamiento vertiginoso del Estado que continuó durante el período de reconstrucción provocando desequilibrios monetarios y financieros que impusieron una intervención estatal en los mecanismos económicos. En ninguna parte fue posible la vuelta al business as usual.