Cuatro plumas de oro para la Fed

Comparte
Pertenece a la revista
Enero 2014 / 10

Hace cien años, tras sufrir una grave crisis financiera, Estados Unidos se dotó de un banco central. La institución tenía la potestad de salvar a los bancos... pero no la de regularlos.

Fotografía del Consejo de la Reserva Federal de EE UU en 1917. FOTO: GOOGLE BOOKS

En octubre de 1907, una importante crisis financiera golpea Estados Unidos. El país no tiene en ese momento un banco central: nadie puede prestar dinero a las entidades bancarias, que, debido a sus dificultades, podrían acabar hundiendo el conjunto de la economía. Se cuenta con los propios banqueros privados para que se organicen con el fin de responder a la crisis. A la cabeza, el poderoso John Pierpont Morgan logra, tras no pocas peripecias, los préstamos necesarios para salvar el sector financiero y calmar el pánico.

Sin embargo, para numerosos políticos, la situación ya no es sostenible. Un gran sistema financiero como el de Estados Unidos debe disponer de instituciones capaces de manejar las crisis, e incluso de prevenirlas. A partir de 1908, surgen las primeras propuestas en este sentido, como la de crear un impuesto del 5% sobre los depósitos de los bancos para alimentar un fondo con el que poder responder a las posibles crisis.

 

La conjura de la Isla Jekyll

Al ver levantarse el viento de la regulación, los banqueros neoyorquinos optan por participar en el debate y subrayar su conformidad con la necesidad de nuevas reglas. Pero, a continuación, movilizan a todos sus intermediarios políticos. El senador de Rhode Island, Nelson Aldrich, y el diputado de Nueva York Edward Vreeland, dos republicanos próximos a los medios financieros, proponen un proyecto de ley que el Congreso vota el 30 de mayo de 1908; es decir, solo siete meses después de que comenzara el pánico.

Las nuevas reglas se limitan a proporcionar un marco jurídico para las actividades de prestamista ejercidas en última instancia por los bancos, y no les imponen ninguna cortapisa. Además, sus disposiciones finalizan en junio de 1915, fecha fijada para discutir una nueva ley más sustancial. Mientras tanto, una comisión monetaria nacional, presidida por Aldrich, recibe el encargo de estudiar los sistemas de bancos centrales de otros países. En 1912, dicha comisión emitirá un informe... ¡de varias decenas de volúmenes! Los banqueros tienen tiempo, pues, para emprender su contraataque.

Este toma la forma de una reunión secreta celebrada en noviembre de 1910 en la isla Jekyll. A ella acuden A. Piatt Andrew, del Tesoro, y cinco banqueros privados: Paul Warburg, del banco de negocios Kuhn and Loeb; Frank A. Vanderlip, dirigente del National City Bank; Henry P. Davidson, uno de los brazos derechos de J. P. Morgan; Charles D. Norton, presidente del First National Bank of New York, y Benjamin Strong, antiguo vasallo de Morgan y en ese momento presidente del Bankers Trust. Junto a ellos, su portavoz político, el senador Aldrich, y su asistente, Arthur Shelton. Los ocho redactarán un proyecto de ley destinado a crear el banco central de Estados Unidos.

 

Wilson y Glass pasan a la acción

Por desgracia para ellos, las elecciones de 1912 llevan al poder a un presidente demócrata, Woodrow Wilson. Este encarga entonces al diputado por Virginia Carter Glass (que daría nombre a la futura Glass Seagall Act) la concepción del nuevo banco central. El proyecto de Glass y el de Aldrich son parecidos, y los economistas consideran con frecuencia a este último como padre de la Reserva Federal. Sin embargo, mientras que Aldrich propone que el organismo encargado de gestionar el mecanismo de resolución de las crisis esté centralizado y controlado por los banqueros privados, cuya adhesión a las reglas del banco central sería facultativa, para Glass el mecanismo debe estar descentralizado con bancos centrales regionales, controlado por las autoridades públicas, y la participación de los bancos es obligatoria.

En esa época, el presidente elegido en noviembre no entra en funciones hasta marzo, lo cual permite a Carter Glass desarrollar su proyecto durante 1913 en gran connivencia con el presidente Wilson. Sin embargo, un punto importante suscita una fuerte oposición entre los dos hombres: el peso político de los banqueros privados en la nueva institución. Wilson cree que no deberían tener ninguno. Glass teme que semejante postura les lleve a un ataque contra el proyecto.

Wilson intervino para intentar parar en parte las intenciones de la banca

Una cosa es salvar un banco y otra, frenar los riesgos que llevan a ello

Para lograr un compromiso, cita a una delegación de banqueros en el despacho del presidente. Tras escuchar en silencio y pacientemente sus peticiones, el presidente Wilson les replica: “¿Alguno de ustedes, señores, podría indicarme en qué país civilizado de este planeta existen comisiones de control en las que estén representados los intereses privados?”. No hay más que hablar.

Tras una votación afirmativa, en septiembre, por parte de la Cámara de Representantes y, en diciembre, por parte del Senado (en ambas ocasiones, con el apoyo de parlamentarios republicanos), la nueva ley por la que se instituye el banco central estadounidense es aprobada y firmada por el presidente el 23 de diciembre de 1913. Para rubricar ese texto, Wilson utiliza cuatro plumas de oro que reparte a continuación: la primera va para Carter Glass; la segunda, para Robert D. Owen, presidente del primer Comité para Asuntos Bancarios creado en el Senado unos meses antes; la tercera, para William Gibbs McAdoo, secretario de Estado de Finanzas, y la última, para el senador William E. Chilton... porque él había sido quien había proporcionado las plumas.

 

Sin control público

Los economistas Simon Johnson y James Kwak consideran que, aunque los banqueros privados no obtuvieron exactamente lo que pretendían, “lograron, en cualquier caso, lo más importante: una institución que pudiera socorrerles con dinero público cuando surgieran crisis económicas”. Esta garantía de salvamento habría sido aceptable si, como contrapartida, hubiera ido acompañada de un mayor control público de las prácticas financieras para evitar que la banca asumiera riesgos excesivos.

Emblema de la Reserva Federal. FOTO: ELI CHRISTMAN

No es así: la nueva Reserva Federal no dispone de poder real de regulación; el ámbito de su competencia se limitaba a los bancos comerciales, no incluye a los bancos de negocios, y no se indica lo que debe hacer para responder a un pánico bancario. Como a Glass le horroriza cualquier tipo de centralización del poder en Washington, la Fed está dividida en bancos regionales, lo cual dará un importante poder al de Nueva York, próximo a los bancos, cuyo primer presidente no es otro que Benjamin Strong, uno de los lugartenientes de la entidad J. P. Morgan.

El nuevo banco central “tenía la facultad de organizar un salvamento, pero no la de frenar las actividades de riesgo que podían llevar a él”, concluyen Johnson y Kwak. El aumento de los riesgos en 1920, que desembocará en el crash de octubre de 1929, demuestra que tienen razón.

1. Para los diferentes debates sobre la regulación surgidos tras la crisis, véase “De la crise bancaire à la régulation: l’expèrience américaine de 1907”, por Christian Tutin y Julien Mendez, L’Economie politique, n.º 48, octubre de 2010.
2. 13 Bankers. The Wall Street Take Over end the Next Financial Meltdown, Pantheon Books, 2010.
3. Other People’s Money and how The Bankiers Use it. Bedford-St-Martins, 1995.

 

EL PODER DE LAS FINANZAS

Imagen de Wall Street durante el pánico financiero en octubre de 1907.

La victoria demócrata de 1912 se tradujo en la creación de una comisión parlamentaria, dirigida por Arsene Pujo, que, entre mayo de 1912  y enero de 1913, se encargó, nada menos, que de demostrar el poder de las finanzas. Todos los grandes financieros pasaron, pues, ante Samuel Untermeyer, encargado de la investigación en dicha comisión, que denunciaría el poder de los bancos de inversión y su control sobre el sistema industrial y bancario. El jurista Louis D. Brandeis sacó provecho de ello escribiendo un célebre libro, una de cuyas primeras frases es: “El elemento dominante de nuestra oligarquía financiera es el banquero de negocios”. El texto denuncia el poder y las extraordinarias remuneraciones de los J.  P. Morgan, Drexel, Kidder Peabody y Kuhn Loeb. Brandeis llega a sugerir que un banquero que otorga créditos no debería poder ejercer al mismo tiempo ninguna actividad en los mercados financieros. Una propuesta de separación de las actividades bancarias que no volverá a hacerse hasta los treinta.

 
Este texto procede del análisis de la crisis de 1907 incluido en Une brève histoire des crisis financières, por Christian Chavegneux, La Découverte-Poche, septiembre 2013.