Actuar por nuestra cuenta a favor del clima

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Enero 2023 / 109

Ilustración
Elisa Biete Josa

Consciente de los grandes problemas, la sociedad civil reivindica cada vez con más insistencia que hay que pasar a la acción frente a la crisis climática.
 
Ha habido que esperar hasta 2022 para que Francia se dote de su primer parque eólico marino, inaugurado por el presidente Emmanuel Macron el 22 de septiembre en Saint-Nazaire. Aunque haya otros proyectos similares en marcha, Francia acusa un auténtico retraso en las energías renovables, y no solo en la eólica marina. El único Estado miembro de la Unión Europea que no cumplió su objetivo para 2020 solo contaba ese año con el 19,1% de energías verdes en su consumo energético final, a diferencia del 23% previsto, según Eurostat. Es un porcentaje inferior al de Suecia (60,1%), Letonia (42,1%) Portugal (34%), Dinamarca (31,6%) y España  (21,2%). 
Pero, ¿solo hay que contar con los gobiernos —con y su voluntad política de geometría variable— para llevar a cabo la transición energética? No: en muchos países, los propios ciudadanos han hecho suyo el paso a las energías renovables y la Comisión Europea acaba, por fin, de reconocerlo.
Una de las realizaciones pioneras en este ámbito fue la puesta en marcha, en 2000, del parque eólico offshore de Middelgrunden, en el mar, frente a Copenhague, cofinanciado por una cooperativa de 10.000 ciudadanos daneses y la alcaldía de la ciudad. Ese conjunto de 20 turbinas (40 MW en total) era ese año el mayor parque eólico del mundo. Este modelo se ha difundido de tal manera que, en 2016, dos tercios de la energía eólica terrestre que se producía en Dinamarca procedían de parques gestionados por cooperativas de ciudadanos.
Esas estructuras se han desarrollado también en Europa (como en Bélgica, España, Portugal y Alemania). En la actualidad, hay una red europea de 1.900 cooperativas de energía con 1,25 millones de miembros. Pero, además de esas cooperativas, el compromiso ciudadano en la producción de energías alternativas adquiere otras formas como son las agrupaciones de vecinos para equipar los tejados del barrio con paneles solares (un modelo frecuente en Reino Unido), asociaciones como las eólicas en el Pays de Vilaine, en Francia, y alianzas locales entre ciudadanos y actores territoriales para producir biogás o electricidad hidráulica, solar o eólica, como es el caso de algunos de los proyectos del movimiento francés Energie Partagée.
 
Reticencias locales
No siempre es fácil llevar a buen puerto esos proyectos ciudadanos, sobre todo debido a las reticencias locales y a las trabas reglamentarias y presupuestarias. Pero el modelo refleja la voluntad de la sociedad civil de poner en marcha por sí misma el cambio en un sector en el que la acción política no está en absoluto a la altura de lo que nos jugamos. Esas iniciativas, en muchos casos, van por delante de la acción de los actores públicos o privados, aceleran la transición a escala local (casas, pueblos, barrios…) y desempeñan un papel ya visible en la transición energética.
La Comisión Europea estima que, de aquí a 2030, el 17% de la capacidad eólica instalada y el 21% de la capacidad solar de los Estados miembros estarán en manos de los ciudadanos. Y que, de aquí a 2050, la mitad de los europeos producirán ellos mismos una energía que procederá en el 37% de las cooperativas de ciudadanos. 
Conscientes de su papel, muchos países (como Alemania, España, Holanda y Suecia) apoyan ya legalmente la producción ciudadana de energías renovables. En Dinamarca, por ejemplo, los habitantes que vivan en un perímetro de 4,5 kilómetros de distancia de un proyecto deben ser dueños del 20% de su capital. Desde el año pasado, el Pacto Verde de la Comisión Europea apoya también la actuación de esas “comunidades ciudadanas” de energía y les otorga el mismo derecho a la ayuda pública que los grandes proyectos privados.

Cada vez más países europeos reconocen el valor de la producción ciudadana de energías renovables

 
La sociedad civil muestra también su avance en otro ámbito: el del hábitat. Las cooperativas ciudadanas, presentes en muchos continentes, pronto han mostrado su compromiso ecológico empleando materiales ecológicos, energías alternativas o circuitos de recuperación del agua. Estamos ante un compromiso que se suma a su misión inicial de desarrollar un marco de vida a un precio asequible, solidario (diversidad social y generacional) y dotado de servicios cogestionados (como guarderías y bibliotecas). Tras EE UU, Canadá y los países del norte de Europa (Alemania, Noruega, Suecia y Suiza), donde están implantadas desde hace años, ahora se propagan en Francia y otras naciones.
 
Muchas otras acciones se deben a la sociedad civil: en los ámbitos del medio ambiente, del hábitat, del trabajo, de la sanidad … el desarrollo de las iniciativas ciudadanas es hoy un fenómeno mundial. A ellas les debemos, sobre todo, el desarrollo de la agroecología y de los circuitos cortos alimentarios, la reforestación local y la recuperación de ecosistemas. Hay toda una serie de acciones que deberían reproducirse a nivel global, como el renacimiento de una región desértica en Rajastán, en India, donde sus habitantes han llevado a cabo una reforestación completa y han construido un sistema de recolecta de las aguas que, rápidamente, ha recuperado las capas freáticas, ha provocado la reaparición de una red de ríos y puntos de agua y ha vuelto a dar vida a la agricultura. Es una solución sencilla y que puede resolver el problema de la desertificación en aquellas regiones del mundo donde está ganando terreno.
 
Renovar la democracia
Replicar a gran escala este tipo de soluciones ciudadanas es el objetivo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Este programa ha creado una red de “laboratorios aceleradores” que recopila, promueve y comparte, en 115 países, las innovaciones puestas en marcha por los ciudadanos que “responden a los desafíos sociales y medioambientales”. “No solo debemos apoyar las innovaciones individuales y a pequeña escala, sino también ponerlas en contacto” para desarrollar “una inteligencia colectiva”, considera la agencia de la ONU.
Esta legitimación de la acción local constituye un punto y aparte. Y es que la sociedad civil, competente y consciente de los grandes problemas, reivindica cada vez con más insistencia que, frente a una crisis climática alarmante, hay que pasar a la acción. Y lo hace con más fuerza en la medida en que su confianza en los gobiernos disminuye. Al autoorganizarse demuestra que es capaz de aportar transformaciones concretas.
Los poderes públicos comienzan a reconocerlo. Pero acelerar la reproducción de las soluciones locales para que alcancen una masa crítica en la lucha contra el calentamiento global es un desafío gigantesco. A los poderes públicos, especialmente los locales, les debería interesar fomentar que se multipliquen, por no decir elaborar conjuntamente con grupos ciudadanos, unas políticas ecológicas comprometidas; además de preparar un futuro más sostenible, estas acciones tendrían el mérito de renovar la democracia.