Un motor de la economía y de la autoestima

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Abril 2021 / 90

Enfoques: Catalizador del empleo y del crecimiento, elemento de diferenciación social, 
amenaza para el planeta… el consumo ha sido objeto de multitud de análisis.

El consumo ocupa un lugar preponderante, aunque abigarrado, en el pensamiento económico. Unos lo consideran el motor de la economía; otros, fruto de las estrategias de las firmas para vender sus productos, y otros, un modo de posicionarse en la jerarquía social o un peligro para un planeta cuyos recursos se están agotando. Examinemos los diferentes enfoques.

La producción crea la necesidad

En 1890, un economista inglés, Alfred Marshall, publicó sus Principios de economía, obra fundadora de la denominada corriente neoclásica. Para él, “cada progreso [sinónimo en este caso de crecimiento económico] se debe a nuevas actividades que generan nuevas necesidades y no a nuevas necesidades que suscitan nuevas actividades”. Marshall veía, pues, en la producción el motor de la actividad económica, al provocar el apetito o el deseo del consumidor que, a continuación, pasaba al acto (compra) en la medida de sus posibilidades.

Tres cuartos de siglo más tarde, en 1958, John K. Galbraith, un economista estadounidense, publicaba su célebre La sociedad opulenta. Igual que Marshall, pero en términos mucho más enérgicos, sostenía: “Las necesidades son, en realidad, fruto de la producción”. Imaginemos, decía, “a un hombre que, al levantarse cada mañana, se ve asaltado por unos demonios que le infunden unas ganas locas de, unas veces, camisas de seda, otras, utensilios de cocina, (…) otras, zumo de naranja”. Los productores, con ayuda de la publicidad, aunque también de la atracción que ejerce la novedad, provocan un deseo que rápidamente se transforma en necesidad y, a continuación, en compra cuando los amigos y conocidos han adquirido el nuevo bien. 

Anuncio de Coca-Cola de 1890.

Unos años después, en El nuevo Estado industrial (1967), Galbraith se opone vivamente al enfoque neoclásico del “consumidor-rey”: una expresión de Paul A. Samuelson, entonces el más respetado de los economistas estadounidenses, con la que ilustra la tesis de que, en la economía, el consumidor manda y el productor obedece. Para Galbraith, por el contrario, las grandes empresas, debido a su capacidad de influencia, se organizan “para dirigir el comportamiento de mercado y modelar las actitudes sociales de aquellos a los que aparentemente sirven”. Generalmente cuando compra lo que ellas han lanzado al mercado y al precio que ellas han fijado, el consumidor se limita a obedecer. Y, debido a su capacidad de persuasión, raros son los patinazos. En resumen, la producción decide y el consumidor obedece más o menos dócilmente.

Ilustración aparecida en la revista satírica Punch en 1899.

Comprar bagatelas

¿En qué consiste el truco? Joan Robinson, una de las raras mujeres economistas de su época, se preguntaba en un librito (Filosofía económica, 1962): ¿se contribuye más al bienestar humano produciendo bagatelas para las que habrá que hacer publicidad que mejorando la sanidad? Me parece que la respuesta salta a los ojos”. La respuesta, sí, pero no la realidad: se prefiere gastar dinero comprando bagatelas que sufrir un aumento de la cotización del seguro de enfermedad. Comprar se ve, y nos clasifica en el seno de la sociedad, explicaba (¡en 1899!) un economista estadounidense de origen noruego, Thorstein Vevlen, en su Teoría de la clase ociosa: “El consumidor solo mejora realmente su reputación si gasta en cosas superfluas”. Las bagatelas de Robinson participan en la carrera en pos de la apariencia y la posición social. Sin embargo, es inútil intentar quemar etapas, dárselas de lo que no se es, como explicaba Joan Robinson: “Cada clase se mueve por la envidia y rivaliza con la clase inmediatamente superior en la escala social y jamás se le ocurre compararse (…) con las que las que están muy por encima de ella”. Un poco de strass nos permite brillar, pero nadie lo confundirá con diamantes. El consumo nos clasifica ante los demás.  

Familia estadounidense en 1940.

El brazo armado de la regulación económica

Con John Maynard Keynes cambia el enfoque. Ya no se trata de saber si el consumo dirige el juego económico o no, sino si su montante —y en un sentido más amplio el gasto, ya sea en consumo o en inversión— garantiza una actividad económica que permita alcanzar el pleno empleo o acercarse a él. En su magna obra Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936), Keynes avanza una “ley psicológica fundamental”: conforme va aumentando la renta de una familia, “mayor es el porcentaje de esa renta que se ahorra”, generalmente por precaución, ya que nadie sabe lo que la vida le reserva.

Este comportamiento, sabio y prudente en una familia, es un riesgo para el conjunto de la sociedad. Pues si ese ahorro no lo reinyectan otros en el circuito económico para financiar inversiones o préstamos, la demanda global se reduce otro tanto: menos compras, luego menos empleos, menos ingresos, más paro, etcétera. Y no es una especulación, ya que ese fue el círculo vicioso de la Gran Depresión o el de la crisis de las hipotecas subprime (2008-2015), también conocida como la Gran Recesión, cuando los bancos dejaron de dar préstamos por miedo a no poder recuperar el dinero. En un periodo de crisis (económica o sanitaria, como ahora) el Estado tiene la responsabilidad de gastar, incluso endeudándose, para animar el consumo e impedir el círculo vicioso de las deflaciones (reducción de los salarios y el consumo).

El gasto es un símbolo de posición social y nos clasifica

La Gran Depresión y la crisis de las 'subprime' hundieron el consumo

Paul Krugman (un economista keynesiano, premio Nobel de Economía en 2008) se preguntaba en ¡Acabad ya con esta crisis! (Crítica, 2012) por qué disminuía la producción y subía el paro. Y respondía: “Porque nosotros… —y en nosotros incluyo a los consumidores, las empresas y los gobernantes— no gastamos suficientemente (…) Los deudores no pueden gastar y los acreedores no quieren gastar”. El consumo es, junto con la inversión, la clave del empleo y del crecimiento económico.

Este elogio del consumo ha perdido brillo: a base de aumentar, el hiperconsumo ha pasado a ser una amenaza para el planeta al ejercer una excesiva presión sobre la biosfera, el clima y los recursos naturales. Keynes, en un texto de 1928 titulado Las posibilidades económicas de nuestros nietos, nos da la solución: “De aquí a 100 años [ya estamos casi] el nivel de vida de los países más avanzados será de cuatro a ocho veces superior al actual.” ¡Bingo!: en el caso de Francia, a pesar de la Segunda Guerra Mundial, la multiplicación es de seis por habitante. Y añadía: “El problema económico [así denominaba la lucha por la subsistencia] podrá resolverse. (…) El hombre se verá (…) liberado de la presión de las preocupaciones económicas” y podrá ocuparse “del arte de vivir y cultivarlo hasta la perfección”, en beneficio del medio ambiente. Pasa, como es sabido, por una reducción de las desigualdades y de la jornada laboral.