África // Cuando la covid-19 enmascara el hambre

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Julio 2020 / 82

En los países pobres, las medidas sanitarias para controlar la pandemia han relegado la emergencia alimentaria a un segundo plano e incluso la han aumentado. La región africana del Sahel es un desgraciado ejemplo.

“Mejor arriesgarse a coger la covid que morir de hambre”. Es lo que piensan centenares de millones de habitantes de la ciudad y del campo en todo el mundo. Son los que viven al día y han perdido bruscamente sus fuentes de ingresos debido a las medidas sanitarias (prohibición de circular, cierre de los mercados, cuarentenas) que han tomado prácticamente todos los Estados, con su cascada de consecuencias económicas y sociales. 

Es el caso de muchas personas en los países desarrollados, donde se ha multiplicado el número de dependientes de la asistencia pública. Y es un fenómeno masivo allí donde las redes de apoyo social son inexistentes o mínimas, donde los Estados disponen de escasa capacidad de intervención y donde se concentran los 820 millones de personas subalimentadas que hay en el mundo, según los últimos datos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO): principalmente en el Sur de Asia (278 millones) y en el África subsahariana (239 millones). Es en esta región donde la desnutrición crónica* es más acusada: afecta al 28% de la población, el doble de la media mundial.

Un terreno ya fragilizado 

La situación es especialmente tensa en el caso de las poblaciones en situación de crisis alimentaria, es decir, que necesitan ayuda urgente en un momento en que las medidas de lucha contra la covid-19 han alterado las cadenas logísticas y desplazado las prioridades presupuestarias, tanto en el Norte como en el Sur. El número de víctimas de esas crisis alimentarias se estimaba en 135 millones de personas a finales de 2019, de las cuales 73 millones vivían en África, según el último Informe mundial sobre las crisis alimentarias publicado por la FAO. Aunque los conflictos armados son su causa principal, los choques agroclimáticos y económicos son un factor especialmente importante en África. Este informe estima, además, en 183 millones de personas (129 millones de ellas en 32 países al sur del Sáhara) el número de los que se hallan “bajo presión”, es decir, susceptibles de caer, a la mínima conmoción, en una situación de crisis alimentaria. Con la pandemia y las consecuencias de su gestión, esa conmoción ha llegado.

23% es el porcentaje de población que sufre desnutrición crónica en el África subsahariana, 
el doble de la media mundial.

El Informe mundial sobre las crisis alimentarias también muestra la fuerte degradación de la situación en los países del Sahel durante los 12 meses que precedieron a la irrupción de la covid-19 en comparación con las otras regiones subsaharianas. Ello se debe a una acumulación de circunstancias. Una serie de depreciaciones monetarias (exceptuando la zona franco CFA) ha aumentado el coste de las importaciones. La caída de los precios del algodón y del petróleo desde el otoño de 2018 ha mermado los ingresos de los países exportadores (especialmente Benín y Burkina Faso, en el caso del algodón, y Nigeria en el del petróleo). La persistencia de la violencia en el norte de Nigeria, en la cuenca del lago Chad y en las fronteras comunes de Burkina Faso, de Mali y de Níger obstaculiza el acceso a las tierras y los pastos y mantiene en el exilio a más de un millón de desplazados internos. La Red de Prevención de las Crisis Alimentarias (RPCA)  ha evaluado el número de personas que van a encontrarse en situación de crisis alimentaria este verano (periodo que precede a las primeras cosechas y cuando puede haberse agotado la cosecha anterior) en 17 millones en el Sahel y en el África Occidental (sobre una población de 275 millones de habitantes), es decir, el doble de lo que se calcula normalmente en la región. 

La pandemia ha llegado, pues, a un terreno especialmente fragilizado. Y la respuesta de los Estados, a pesar de los muchos interrogantes sobre la letalidad de la pandemia en unos países en los que la mitad de la población tiene menos de 20 años, ha provocado un seísmo económico y social.

Impacto en el sector informal

En las ciudades, las medidas de confinamiento y el cierre de los mercados y otros lugares públicos han tenido un enorme impacto en el sector informal del que vive la inmensa mayoría de la población: vendedores de pinchitos, chatarreros, pequeños comerciantes, taxis-moto… A esas pérdidas de ingresos que golpean en primer lugar a los goorgoorlu, como se llama en Senegal a los que se levantan sin contar con el dinero necesario para alimentar ese día a la familia, se añaden las de los trabajadores del sector formal: cada vez que cierra un gran hotel, decenas de empleados, de cuyo exiguo salario vive mucha gente, se quedan en la calle.

“No es la comida a un precio accesible lo que falta, sino el dinero para comprarla”, resume Jean-René Cuzon, de la división de agricultura de la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD). De hecho, el aumento de los precios de los alimentos, ligados a la desorganización del transporte (y también un poco a la especulación) se ha limitado a las grandes ciudades costeras y, hasta el momento, es moderado. Debido a una pluviometría favorable desde hace unos años, las cosechas son buenas. El miedo a la interrupción de las importaciones de arroz desapareció tan pronto como Vietnam e India renunciaron a una moratoria. 

* Desnutrición crónica: situación en la que el consumo de alimentos de una persona es crónicamente insuficiente para proporcionar el aporte energético necesario para llevar una vida normal, activa y sana.

Las dificultades en las ciudades del Sur han llevado a mucha gente a huir hacia el campo pensando que allí sería más fácil comer. “Y es cierto”, prosigue Jean-René Cuzon, “pero no es menos cierto que son bocas adicionales que alimentar en unos pueblos que también están bajo presión”. En efecto, en el medio rural la actividad se ha visto muy afectada por las restricciones a los desplazamientos: pérdida de producciones hortícolas por falta de temporeros para recogerlas y de mercados donde venderlas, caída de la demanda de productos artesanales (un porcentaje importante de los ingresos rurales), bloqueo de los mercados de ganado entre las regiones sahelianas y las costeras por el cierre de fronteras…

A este estrés, que sufren mucho más las mujeres pues son ellas las encargadas gestionar la alimentación, se añade el cierre de las escuelas y, por tanto, de los comedores escolares, que desempeñan un papel clave en el freno de la malnutrición infantil. Por no mencionar la disminución o la suspensión de las remesas de los emigrantes.

Situación insostenible

La conmoción es tal que “los Estados de la zona están a punto de darse por vencidos”, indica Sibiri Jean Zoundi, del Sahel and West Africa Club. “Financieramente están con el agua al cuello y, con la emergencia alimentaria, de seguridad y sanitaria, la situación es insostenible”.

Salvar la próxima campaña agrícola, y en un sentido más general, acudir en ayuda del poder adquisitivo de unos hogares pobres en unos países asfixiados por el hundimiento de los precios de las materias primas debería ser una prioridad de la cooperación internacional. Pero, enfrentados a su propia recesión, los países donantes no han anunciado ningún aporte adicional de dinero fresco. Incluso podrían verse tentados a revisar a la baja sus compromisos para el año que viene. Además, están empleando hasta el último céntimo que les queda disponible en el ámbito sanitario, dejando en segundo plano la emergencia alimentaria.